Deidamia En El Bosque

 Deidamia En El Bosque

                                                    No me gustan las hormigas, 
                                                      por favor pásame raid.
                                                         Carlos A. García

fotografía: Cecilia Iglesias.

La bañera, un televisor y la antena satelital son los únicos lujos que Deidamia eligió para su nueva vida en la cabaña. Puede agregarse al escueto inventario, una distancia cercana al pueblo, para sus encuentros mensuales con Julia y Etelvina.

La cabaña, encajaba con suavidad en un claro del bosque. A su frente una laguna con muelle en desuso que no reclamaba otra cosa que ser visto. A sus espaldas el camino cubierto por agujas del pinar, que con lo mullido sugería acomodamiento al silencio del entorno.

Con ademanes de citadina Deidamia acopló sus modos al imperativo del paisaje y no tardó en adquirir maneras sosegadas y volcar la atención hacia las manifestaciones minúsculas.

Sonidos y colores recuperaron identidad, y Deidamia no veía la hora de compartir sus descubrimientos con Etelvina y Julia. Con los días fue acariciando la fantasía de fundar con ellas una comunidad, imaginando dos nuevas cabañas alrededor de la laguna, con espacios junto al muelle, abrigadas con los suéteres que irían bordando mientras bebían té o algún licor obtenido por la maceración de los frutos que cosecharían en el bosque.

Una de las primeras exquisiteces fueron los momentos en la bañera. Silencio y el goteo retumbante del grifo a sus pies, y el paseo de su mirada por los recovecos del techo.

Un día se detuvo en una arañuela que había tejido alrededor de la ducha. Se mimetizó con su silencio y su quietud, y pensó en el tiempo de los animales y en el de los insectos; lo que trajo a su memoria su vieja dificultad taxonómica para diferenciarlos.

De cualquier modo, el recuerdo no apareció sino para ser desechado como las cosas inútiles de su vida pasada.

Importaba ahí la vida y sus modos; sus variopintas manifestaciones y estrategias. Importaba la vida en sí, no las clasificaciones. Esa arañuela era un mundo extático y reflexivo, para la que nada era más importante que estar extática y reflexiva, pensó Deidamia, mimetizándose con la actitud de la arañuela, mirando a la arañuela…

Deidamia reparó que la arañuela tenía en su tela una presa que se debatía lánguidamente. La asfixia de un apretujón imposible de deshacer. Deidamia sintió en su pechó aquella asfixia, como si las redes que oprimían a la presa fueran las mismas de las que se libró al abandonar la ciudad.


fotografía: Jorge Damian Rodrigez

¿Debía intervenir?

Detuvo su impulso de samaritana al pensar que no debería entrometerse; que aquel era el modo en el que la naturaleza -que ahora le daba una nueva perspectiva- se estuvo manejando hasta su llegada; y que de ese modo se forjó toda la pequeña maravilla de su nuevo mundo.

Acomodó la mirada y reconoció a una hormiga, con sus antenas agitándose fuera de la telaraña; quizá enviaba mensajes o auscultaba lasa que le enviaban otras hormigas, pensó Deidamia.

Al cumplirse un mes de su llegada al bosque, Deidamia volvió al pueblo para encontrarse con Julia y Etelvina.

Eligieron una hostería de siempre. Ellas pidieron un cóctel y Deidamia un té de frutos rojos con tarta de frambuesa.

Julia y Etelvina preguntaron por su nueva vida y Deidamia les contó de la cruel arañuela y la hormiga atrapada. Julia y Etelvina la miraron extrañadas y Deidamia supuso que después se reirán de sus anécdotas y no le importó. Esperaría a que fueran a visitarla. En su cabaña del bosque tendrán la vivencia de su nueva vida y se arrepentirán de sus risas burlonas.

No buscaba revancha, ni que le dieran la razón; solo quería que supieran que hay una manera diferente de vivir al contaminado mundo de la ciudad.


fotografía: Cecilia Iglesias.


Quedaron para el invierno, y les hizo un planito recalcando referencias: el cartel con el nombre de un pueblo, la tranquera posterior, y la huella debajo del pinar que desembocaba al claro del bosque, donde estaba la laguna y su muelle.

Los días de Deidamia pasaron preparándose para la visita de Julia y Etelvina, como si viviera su cotidianeidad a cuenta de lo que ellas vivirían.

Una mañana se maravilló con unas hormiguitas en su mesada. Había olvidado el carozo de ciruela la noche anterior. El carozo pelado y seco, como si lo hubiera dejado al sol durante una semana. Y de nuevo la gracia de aquellas antenitas que le sugerían preguntas…

¿Envían señales?; ¿reciben señales? ¿Son señales telepáticas, o en clave morse? ¿Cómo se enteraron en la colonia que una exploradora había dado con el carozo?

Pli, cli, pli… cli… pli…

Aquí tierra, llamando…;

… martilleaba la mesada esperando interferir alguna frecuencia de comunicación.

Las hormiguitas siguieron su tarea de destajar la ciruela. Le causó gracia su ocurrencia, y agradeció estar sola. Podrían pensar que se estaba volviendo loca.

Se tentó con replicar el olvido del carozo en la noche, pero lo descartó por poco espontaneo.

No fue necesario su accionar para que las hormigas hicieran de las suyas. Al abrir la alacena para buscar el té, se encontró con el cardumen de cabecitas rubias y antenitas bullentes sobre el azucarero, y ya no estuvo tan segura de maravillarse.

Les dejó el azucarero como un trofeo que se han ganado en buena ley y fue al depósito por otra bolsa.

El temor que en el depósito también estuvieran se despejó apenas lo hubo abierto. Oscuro y fresco, no había más que olor a encierro.

Pero las hormigas no detuvieron su expansión en los carozos y en el azucarero entreabierto. Fue como si desarrollaran nuevos atributos, con pinzas capaces de horadar bolsas con granos de café, arroz y garbanzos, extendiendo sus dietas a los hongos secos que había cosechado de los pinos.

Deidamia consideró que una cosa era respetar sus hábitats, y otra su propia supervivencia; se quedaría sin reservas, y no parecía que fueran a detenerse en algún límite que les diera sus conciencias.

Aprovechó el siguiente encuentro con Julia y Etelvina para consultar la manera de controlar hormigas. Alguna forma de convencerlas para que fueran a otro lugar; tenían todo el bosque para ellas… Les dejaría frutos si cosechar y los desechos orgánicos en un lugar propicio.


fotografía: Cecilia Iglesias.

Un veterinario ecologista le sugirió estrategias decorosas para expulsarlas.

Vinagre diluido al 60 %. Le explicó la manera de alimentación se las hormigas; el PH de los hongos, etc.

Harina de trigo en la boca de los nidos, para lo que necesitaba hallar los agujeritos.

Por último, restregar sus camineros con ají puta pario.

Julia y Etelvina encontraron ansiosa a Deidamia; muy a contrapelo de la vez pasada. Justo que habían ponderado lo distinta que estaba, que ya no fumaba con esa incontinencia que la hacía llevar mecánicamente el pucho a la boca y hablar y hablar con voz catarrosa.

Tan era así, que Julia y Etelvina empezaron a madurar la idea de pasar las vacaciones de invierno en el bosque; necesidad de tomar distancias y poner en perspectivas algunos dilemas que las estaban carcomiendo.

Urgida por poner en práctica el control homeopático, Deidamia empezó con la dilución de vinagre. Roció los alrededores de la cabaña, y en los días siguientes comprobó la efectividad del recurso.

Pero…

Las hormigas se tomaron una semana para encontrar bocas adventicias, y trazaron caminos alternativos para volver a la reserva de Deidamia.

Deidamia apeló al recurso de las harinas; espolvoreó las bocas y los senderos con hilo blanco, y disfrutó con morigerado encono verlas volviendo penosamente hacia otros huequitos, apabulladas por la carga blanca que se les adosaba en las patitas.

Pero…

Las hormigas entendieron que se les había planteado un desafío, y liberando al ejército de reserva, atacaron flancos sensibles del aprovisionamiento.

Lograron escarbar el interior de las maderas que hacían de paredes y llegar por retaguardia al depósito.

Las reservas bajaron sensiblemente y a Deidamia le sorprendió que en los huecos de las paredes entraran lo que apenas cabía en su depósito.

Recurrió a los ají puta parió. Restregó bocas, mesadas, paredes, ranuras, bordes de mesa y de puertas con el ají machacado como pomada.

Y el efecto se hizo sentir…

… por una semana.

Las hormigas volvieron más aguerridas. Si antes dejaban los carozos pelados, ahora ni


fotografía: Cecilia Iglesias.

carozos a sus pasos. Para descansar, Deidamia volvió a la tele; alguna serie entretenida que la hiciera pensar en otra cosa que no fueran las hormigas. Pero la señal satelital solo reproducía hormigueos en la pantalla y sospechó que también se metieron con el cable.

Y se acercaban las vacaciones. Julia y Etelvina la encontrarán lidiando su guerrita cotidiana contra las hormigas. Se reirán. Su utopía de vida terminará siendo la expresión de otra catástrofe como tantas otras cuya caída ha sido celebrada por quienes nunca asumieron riesgo de cambio.

Deidamia volvió al pueblo para consultar en una agroquímica el mejor veneno para las hormigas.

Un pomo con polvo de un olor acre la palabra Precaución sobresaliendo en la etiqueta fue la recomendada.

Y abrió puertas y ventanas y espolvoreó los huecos y los rincones y en los entramados de las maderas…

Sin embargo…

Algo como una derrota se agitaba en su pecho. Ya no los baños apacibles, mirando a la naturaleza manifestándose en su interior; ni tirada en su cama, con el televisor apagado para escuchar las charlas del viento con las copas de los árboles.

Ya no quería que sus amigas llegaran. Se sentía sin ganas y hasta se suponía dolores. Los sabores de las cosas parecieran haber sido atravesados por el polvo; los colores tomado su parduzco tono; las flores su aroma a azufre.

Una mañana despertó huraña, sin ganas de abrir ventanas, ni de llegar al muelle para la danza de los pejerreyes que le festejaban su reflejo. Encontró inútil todo esfuerzo por aparentar una realidad falsa.

Y las vacaciones. Julia y Etelvina con el planito. Transitaron sin inconvenientes hasta la tranquera indicada. Encontraron la huella cubierta con agujas de pino, la galería del pinar. Avistaron el relumbrón de la laguna y apagaron la radio aceptando la sugestión de silencio que provocaba el lugar.

Empezaban a comprender la transformación de Deidamia.

Es como entrar en otra dimensión;

… susurró una.

La otra solo tragó saliva.


fotografía: Cecilia Iglesias.

Detuvieron el auto junto al muelle y caminaron hasta el extremo para corroborar la danza de los pejerreyes en el parque de juncos. Se complacieron con la veleidad gratuita y volvieron la mirada hacia la cabaña. Tal lo descrito, estaba en un claro del bosque, con el jardín del que tanto les hablara Deidamia.

Les extrañó no encontraron a Deidamia en el portal. La imaginaron sonriente, ansiosa por enseñarles cada parte de la cabaña y del jardín y los lugares secretos del bosque.

Entraron al vestíbulo y la llamaron. Los ruidos del bosque eran un murmullo de deglución dentro de la cabaña.

Deidi…

Deidi…

La supusieron cosechando frutos para la tarta de la noche, o acarreando leña para el hogar.

Recorrieron la cabaña; abajo el depósito, el hogar, la cocina; una escalera trepaba hasta un rellano que distribuía pasos hacia un baño y una habitación que supusieron el dormitorio.

Subieron. Por la puerta entornada una intensa luz.

Una supuso ventana abierta, la otra nada.

Golpecitos en la puerta…

Deidi…

Deidi…

Y entraron. El techo descuajado y la luz, una hernia del cielo.

Hubieran pensado en un peluquín y el viento de no ser por la nave levitando en el boquete. Sus turbinas agitaban en llamaradas verdes la cresta de los pinos. Descubrieron la fuente del rumor que sintieron al ingresar.

Los destellos de la carcasa y la expresión huraña de una mujer en la cabina, las disuadió de confundirla con una libélula.

De la escotilla colgaban serpentinas con pestañeos luminosos que le daban un toque de autopista bonsái. Trepaban por ellas bullentes cabecitas naranjas. Un flujo perfecto que haría palidecer al más perfecto sueño del orden. En sus tenazas trocitos de Deidamia y sobre el colchón, el molde de su cuerpo impreso en bajorrelieve.

por Humberto Bas



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