Nano Balbo.

 


Nano volaba. No caminaba, ni andaba en el auto buscando donde estacionar. Volaba.

Su vista panorámica era implacable, en la perspectiva del vuelo permanente veía más que casi todos. Volar le daba un punto de vista para todos los problemas de la vida y una férrea propuesta de acción para que todo lo que fuera potencial se convirtiera en fuerza pura, fuerza social. Así era.

Nano volaba, y se burlaba de muchas cosas que intentaban atarlo al piso, como su sordera, por ejemplo. Aunque la odiara todo lo que la odiaba, se reía de ella. 

Nano sabía que esa sordera era mucho más que el mero producto de la tortura, de la máquina que le dieron en la Federal durante los primeros días del golpe cívico militar eclesiástico del 76. Sabía que era el impuesto a su avidez de vida, que era la marca que el sistema le había dejado a su corazón freyreano, para que mengüe, para que repose en la comodidad del que se salvó y no quiere saber más nada con comprometerse con nada ni nadie.

Pero las pelotas: al que vuela no se lo aplaca.

Cada dos por tres miro al cielo, no porque sea creyente religioso, ni porque tenga un ataque de misticismo. Miro al cielo de puro distraído, pensando que lo voy a ver pasar volando. Y ¿sabés qué?: lo veo, planeando majestuoso a favor y en contra del viento, no porque sea magia. Es porque los que vuelan no dejan de volar jamás. 

No hay tumba posible para un jote precioso como el Nano.

(escribe Fernando Barraza)

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