diario de un albañil (libro)

 Herencia, mandato y deconstrucción.

Por Laura Destéfanis

En el comienzo, un hombre se mira al espejo y se desconoce. De inmediato, desde afuera de esa habitación el hombre oye decir sobre sí: “así como lo ves, ese de ahí es mi hermano y es un buen escritor”. La imagen propia le llega entonces en un reconocimiento heterodiegético. Es el espejo del otro el que, a pesar del ruido -el del martillo mecánico, pero sobre todo el ruido que implica dedicarse a la escritura en un mundo de relaciones signadas por el mercado- le devuelve su percepción de sí: entre ese ‘me desconozco’ y aquel ‘te reconozco’ se va a desplegar una historia social, familiar y personal en torno a la identidad y sus demonios.

La línea social que la escena condensa plantea una cuestión vital: lo que este albañil ve en ese espejo no es un trabajador sino un indigente, un “croto”. Quienquiera que viva en estas coordenadas históricas sabe que esta descripción basada en la apariencia no sólo habla de una barba sucia de cal y una ropa de fajina. En el gremio, la crotez son las condiciones laborales, cuya marginalidad está subrayada por una tasa de siniestralidad criminal; para más addenda, el diario va a ofrecer los detalles del asunto trenzados en sujetos y situaciones concretas, que dejan a la escritura situada del lado del testimonio. Ese identikit del infravalor se monta sobre la idea, para buena parte de la Argentina, de que un albañil es un paraguayo, y viceversa. Por eso este diario se presta a ser leído en Argentina como el diario de un paraguayo, un diario personal que viene a desmentir la proyección de la mala prensa local; la identidad que la sociedad argentina atribuye a su colectivo mayor de inmigrantes, un tópico que dista tanto de la realidad como de la autopercepción, tal como leemos en esa primera escena que ofrece una clave nodal para la lectura. Por eso, el primer lugar común con el que este diario litiga es la lectura del título como un oxímoron: ¿escribe un albañil?

Hace décadas ya, Spivak habló de subalternidad para referirse a la mirada jerarquizante. En el país de la gauchesca, como en toda ex-colonia, en un principio todo fue asunto de subalternos: los gritos de emancipación fueron el vagido literario. Se oyeron en español, eso sí: aquí no hubo, como en Paraguay, una lengua propia de gran vitalidad, ineludible a la imposición colonial. Un siglo después, la primera historia de la literatura argentina colocaría el monolito que marcó el centro del canon en el poema donde esa voz es hablada por un letrado: el Martín Fierro. Hernández también se valió del testimonio a la hora de la denuncia de las condiciones de vida -decir laborales sería una anacronismo- del gaucho, como consta en archivos de prensa; para el caso de Paraguay, Barrett denunció la situación de la clase en Lo que son los yerbales, El terror argentino y El dolor paraguayo. En el Diario de un albañil, en cambio, quien padece es quien denuncia. En un género anfibio (la palabra sale del propio diario, atribuida a la figura del padre), que puede ser leído como novela y testimonio, un sujeto también anfibio -a juzgar por su propia autopercepción: rosarino pero paraguayo, albañil pero escritor- se narra. Pero además, entre las líneas de este diario impreso puede leerse como un guiño la marca de las redes sociales. Al igual que años antes el blog, e históricamente tantos otros soportes por fuera de los ámbitos de legitimación elitista, las redes amplían el cerco de la ciudad letrada. Lo personal es político y la extimidad está al palo. El Diario registra una época en que el edificio gremial desprende mampostería y la palabra albañila ya empezó a elaborar sus propias sintaxis.

Para traspasar fronteras, el relato también traza un árbol genealógico del exilio, que es el del patriarcado familiar: hermanos, tíos, primos, el padre. La varonía de la propia sangre es la que le hereda los mandatos y ese oficio. El primero en hacer su aparición es el hermano-patrón, posicionado junto a dueño y arquitectos. La distancia entre hermanos se presenta por un doble canal: la jerarquía los contrapone como contratista y obrero; la vergüenza que siente el narrador ante el espejo (y que luego retorna, cuando ve venir “a una chica que me gustaba”) es proporcional a la vergüenza ajena que siente en relación a la impostura de su hermano ante los letrados, encarnados en profesionales (los arquitectos) y empresa (el dueño). Pero entre tanto ilustre, es el oficio de escritor el que sostiene la expresión más profunda de la letra, ese con que el hermano presenta al narrador, que puja por romper el marco del texto y confirmarse en la materia que lxs lectorxs tenemos entre manos. Aquí, Luigi y Mario Bros. no batallan juntos. La vergüenza por ese hermano rebajado busca acortarse, paradójicamente, en ese reconocimiento que nada vale en la jerarquía del capital hasta que unx autorx no deviene marca: ante los demás, ese afuera-de-la-familia encarnado por roles de prestigio, sólo queda develar, tras los trazos de un impresentable, al ‘alma bella’. Pero bien lo sabemos por Mirtha: como te ven, te tratan. En una última vuelta de tuerca, la referencia al sketch de Olmedo es una declaración de principios: el chamuyo lo ponen ellos, la honestidad la pone el lomo del laburante. Las vaquitas, temerariamente ajenas, decantan palabras recogidas en los días entre compañeros, que al volver de la faena se documentan por escrito.

El Diario es también un álbum de familia por el que desfilan tipos entrañables y de los otros: el tío Roque, esa joya que el recuerdo y la escritura develan en el hallazgo de una chapita de Quilmes que opera como sinécdoque, el tío Sesto, a quien el narrador recuerda como el hombre que le salvó la vida en su nacimiento, los primos Ulises, Rubén y Tom Sawyer, el tío Papi… uno tras otro. Como en la comedia clásica, la risa ritma cada uno de los káso pero los lleva mucho más allá del lugar berreta que trazan los discursos de la mirada exógena, extrañada. En estas historias se marcan diferencias pero hay también empatía, porque no se representa con la vara de la distancia social sino desde el adentro y en posición ética: el narrador valora el jopói aunque no se reconoce en las “guasadas” ni en el mandato de “ser guapo, bruto, trabajador”; la metáfora que cifra la vida de este albañil-escritor es esa casa construida en comunidad que nunca se llega a habitar porque “me convertí en un letrado”. Tras las risas, junto al amor y el rechazo por unas y otras actitudes lo que se lee es una violación de mandato: si los hombres no deben llorar, entonces él viene a componer una larga endecha, un planto que es el color de fondo detrás del trago con el que cada jornada se hace más tolerable.

En el planto tragicómico que desdice el mandato de masculinidad está el trabajo de duelo por la muerte del padre. Su figura cierra este álbum que documenta un camino de la construcción a la deconstrucción, la elección que deshereda un legado. “Mi papá fue el psicópata más copado que conocí. […] Me tenía un odio inveterado, revanchista e irracional”: así, se reconoce nacido de un paro hecho a ese patrón, su padre; narra su autogénesis con la calavera de Hamlet entre manos -como el Supremo de Roa en esa escena crucial-, abjura de los parentescos, declama el dolor en el vínculo con ese hombre cuya muerte ya no otorga respuestas. “Tengo muchos años de maltrato encima. Del maltrato físico me sé defender, pero del afectivo no”, se resiente. Como salida exógena están la escritura y una memoria añorada que viene en préstamo de otra familia, la de su cuñado, un espejo en el cual reconocer el deseo: “Nunca tuve una demostración de amor parecida”.

Hay que saber manejar la plomada con maestría para levantar paredes duraderas. La oralidad, como el jopói, son herencias en las que sí elige recrearse y habitar. Así, se mimetizan las culturas que dan forma a este narrador: “todo lo que pasa de lo oral a lo escrito, en nuestras sociedades letradas, citadinas, desangeladas, es a la inversa de lo que acontece en las sociedades comunitarias que se reinventan cotidianamente en la oralidad. Acá entre nosotros, nos mentimos con la verdad. Y, al contrario, lo que buscamos en la escritura es la verdad a partir de la mentira. La verdad no vive en la escritura, es algo así como una libélula, un alguacil ensartado en un alfiler”. Ya lo había confirmado Gombrowicz, ese otro outsider de la literatura argentina también venido de una tierra apisonada entre dos bodoques: el diario sincero es precisamente el más falaz. En el final del libro habita, esta vez, otra tesis.

Diario de un albañil (2020)

Autor: Mario Castells

Editorial: Caballo Negro

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