La historia de Jorge Julio López.

 La inspección ocular en la comisaría Quinta de La Plata fue el lunes 14.

—Vaya con cuidado, López —le pidió alguien cuando el grupo que participaba del acto comenzó a subir una escalera.
—Es como mi casa —respondió él.
A las 12.30, el juez Rozanski pasó las audiencias de testigos a un cuarto intermedio hasta el miércoles 16 e informó a las partes que el reconocimiento iba a realizarse esa misma tarde.
Jorge, Adriana y Nilda iban a estar presentes para hacer precisiones sobre sus testimonios, dijo el juez en la audiencia, e invitó a las partes a asistir al evento. Luego, llamó a un cuarto intermedio de 45 minutos. Antes de retirarse de la sala, el juez aclaró que, si bien el acto era público, iba a ser difícil que pudieran ingresar en la seccional. Se fue, con sus colegas, a comer un sándwich.
A la hora señalada, la gente comenzó a reunirse en la vereda de la comisaría de diagonal 74 y calle 22. Había viento, hacía frío. El edificio estaba recién pintado de blanco, con sus puertas y ventanas azules. Sobre una pared, al lado de la puerta de entrada, se podía leer una placa: “Aquí entre los años 1976 y 1979 durante la vigencia de la dictadura militar, funcionó el Centro Clandestino de Detención denominado Comisaría Quinta. Para conservar la memoria y para que nunca más se violen los Derechos Humanos, el pueblo de la ciudad de La Plata señala este sitio”.
López se encontró con sus compañeros. Nilda, Adriana, que se cerraba el saco con la mano, y Guadalupe llegaron juntas. Luego de conversar con el oficial a cargo de la comisaría, Rozanski salió a la puerta a organizar la inspección. Después de un saludo en general, el juez vio a López:
—Cómo le va, señor López —lo distinguió.
Y explicó que los calabozos estaban clausurados desde hacía seis años, por la muerte de cuatro detenidos en un incendio ocurrido en enero del año 2000. Aunque no había electricidad y al lugar apenas entraba luz, iban a poder recorrerlo tranquilos.
—La idea es que ustedes, particularmente Adriana, puedan ir orientándonos —dijo el juez.
Adriana Calvo había desarrollado para la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos una exhaustiva descripción de cómo había operado el Circuito Camps, cuáles fueron las dependencias militares que operaron en las zonas de cada uno de los centros clandestinos, y había llegado a identificar a una gran cantidad de víctimas. En el caso de la comisaría platense, realizó un plano con el que trataba de reconstruir su propio cautiverio.
—Y usted, señor López —pidió Rozanski—, en los momentos en los que haya algo que pueda resultar de algún aporte, no dude en decirnos. Lo que a usted se le ocurra, me lo menciona.
De inmediato, aclaró que no se trataba de una declaración, sino simplemente de dar algunas precisiones.
López fue el primero en entrar a la comisaría, y encaraba para el patio, cuando le pidieron que esperara un poco por la llegada del secretario del Tribunal. Adriana estaba nerviosa por la presencia policial. “La gente que está ahora en la policía no tiene nada que ver con los hechos”, intentó tranquilizarla Norberto Lorenzo, uno de los jueces. Además, luego de disculparse con los fotógrafos, pidió que dejaran de tomar fotografías. Los flashes apabullaban.
López fue el primero en entrar y advertir las modificaciones:
—Este patio no estaba. ¿No hay otro patio por ahí? —preguntó.
No había caso, el testigo no se hallaba, aunque no tenía duda de un sitio en la planta alta, que señalaba cada vez que salía al patio:
—Ahí arriba es donde me torturaron a mí. A mí y a Cano, en la parte de arriba —señaló.
—Vaya recordando despacito —le pidió Rozanski— porque no…
—… porque no hay apuro —terminó él.
—Correcto, correcto —dijo el juez.
Un oficial de policía guiaba al grupo, que no quedaba del todo conforme con lo que veía. La comisaría había sido refaccionada varias veces. López preguntaba siempre qué había del otro lado, y sentía que estaba ubicado.
—¡Ah! Claro. Yo estaba por allá —señaló.
Subían por la escalera de material, cuando paró en el descanso y miró al patio por una ventana. Observaba los edificios vecinos, distinguía las ampliaciones, los remiendos. Preguntó al guía si había otra entrada.
—Sí —dijo el hombre—, hay una parte de este edificio que pertenece a la Dirección de Investigaciones.
El testigo rememoró:
—Antes se entraba por el portón y allá atrás estaba la caballeriza.
Su memoria era implacable.
Detrás de él, Adriana, Nilda y Verónica observaron por la misma ventana que dejaba pasar luz natural sobre la escalera. De todas maneras, poco y nada sacaban en concreto. López había señalado el cuarto en el que lo torturaron. Adriana prendió un cigarrillo y se lamentó, en voz baja, con algunos compañeros.
—Está todo cambiado. Puede haber un error en los planos que hice. Cada oficina podría haber sido otra cosa.
Sólo López, cada vez que salía al patio, tenía la certeza de estar a pocos metros del cuarto en el que lo habían torturado. Estaba ansioso.
—Es donde todavía no fuimos —trató de tranquilizarlo Rozanski.
—Ponían música de calesita. “Che, andá a la plaza y deciles que paren la calesita”, le decía un torturador al otro, tomándonos el pelo —recordó.
Cuando entraron a los calabozos quemados, a Adriana se le revolvió el estómago.
—Esperá un cachito así podemos tomar nota —le pidió Rozanski.
No había luz, por lo que se valían de las lámparas de las cámaras que filmaban la inspección para poder ver. Nilda iba con su encendedor, mirando lo que podía. De pronto, llamó la atención de Adriana. Había encontrado la letrina de las celdas. Cuando se acercó, Adriana pudo reconstruir los calabozos. Y los recuerdos de la muerte se hicieron presentes.
—Esta reja no estaba, era toda pared. Este era el pasillo donde estaba… estamos parados en los calabozos —reveló. Se reveló a sí misma—. Mi dibujo está mal hecho: cuando mirábamos, se veía la luz en el fondo. En este lugar los guardias jugaban a los dados. Nosotras estábamos en el calabozo del fondo. Sin los camastros. Esto está tal cual. Inés, con su bebé, estaba de este lado. Golpeaba esta pared. Esos calabozos son los que yo llamo los calabozos de las mujeres. No tengo ninguna duda. Nunca supe si eran una letrina y tres calabozos. Inés estaba en el último. Ahí fue donde Inés Ortega tuvo su parto. Esta puerta estaba cubierta con chapa y al final de este pasillo veíamos la luz. Esto era como una galería. Acá estuvo Inés. Con razón estábamos tan apretadas. Ahí puede haber sido donde estuvo Jorge Bonafini. Yo no entré nunca. Me llevaban a bañar por este pasillo y nos metían en un bañito, un lugar donde había un caño del que salía agua, pero acá nunca entré. No sabía que había esta zona. Inés golpeaba la pared. Diana e Inés estaban en el último calabozo.
* * *
Era la segunda vez que López estaba en la comisaría. También había hecho un reconocimiento con el juez Schiffrin, durante el Juicio por la Verdad. En la planta alta, empezó a ver con más claridad todo el lugar.
—No se acuerde más —bromeó Rozanski.
—Esta no era la escalera —dijo Adriana.
—La escalera era de cemento —agregó López.
—Claro. Sí.
—Estaba acá, en la abertura ésta. López ubicó el lugar exacto en donde estaba la escalera de cemento.
—Acá estaba la escalera de cemento que vos decías —le dijo a Adriana.
Habían reconocido el lugar. Parecían unidos. Desde la planta alta, López comenzó a describir toda la comisaría. Entonces, abrieron la puerta a la sala en la que lo habían torturado. Nervioso, se paró en una esquina. Levantó las dos manos a la cabeza y se tapó la cara con la gorra. Cerró los ojos un instante. Volvió a colocarse la gorra en la cabeza y empezó a recordar en voz alta:
—Los otros muchachos me hicieron resucitar. Pregúntele a Cano o a Julio Mayor. Allí, allí estábamos nosotros.
—Señor López, en su declaración usted dijo que una noche vio a Etchecolatz cuando lo torturan a Cano.
—Acá. Acá —se desesperó. Temblaba.
—Por eso. Eso fue lo que usted dijo en su declaración.
—Fue acá… y esta puerta estaba abierta —manoteó el picaporte— . Ahora no se puede abrir —agregó—. Camps estaba allá. A Cano lo tenían acá. Parado acá. Le preguntaban “qué hacían ustedes en la Unidad Básica”… “hablame, negro jetón”, le decía uno. Eran los que torturaban. Esperá: Trotta era uno al que le decían “tarta” pero no era tartamudo. Acá estuvimos Cano, yo, Casagrande, el soldado —chasqueó los dedos para hacer memoria— Albetoque. Había más detenidos, pero los rotaban, los llevaban y los volvían a traer. Estaban Etchecolatz acá y Camps allá. Y le hacían señas para que supieran qué preguntas tenían que hacer. Casi me mataron acá: había un colchón y te ataban las manos y los pies, te ponían una pinza… te ponían una pinza en las que te dije. O en la punta del dedo, o sino acá (en el lóbulo de la oreja derecha): mirá, ahí está la marca. No se me fue más. Ni me la quiero sacar. Acá, otro día. Etchecolatz decía: “este hijo de puta se reía en el otro lugar”. Allá en Arana te ponían (la picana) con batería. Y la batería me hacía cosquilla. “Che, ponela directo desde la calle, vamos a matarlo al viejo este, que se hacía el guapo”.
—Quién decía eso —preguntó Rozanski.
—Etchecolatz.
La secretaria le dio la mano. Y López siguió:
—Yo desde acá veía todo. Tenía una puerta de fierro con una mirilla chiquita, con reja. Acá estaba la escalera y el rancho nuestro estaba de aquel lado. Aquello era todo patio…
Del libro En el cielo nos vemos. La historia de Jorge Julio López.







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