Autobiografía del no

 

Autobiografía del no

                                                                                                                                 Se hamaca en un columpio
Mundo redondo y el dios se le parece
Se hamaca en un columpio
Luz lunar
Periplo
Estratagema
Algún ocio le ha prendido desde el pie
Como el ángel
Dubitativo de su áurea.




Volvía. No es extraño que en ese día todos los rostros le hubiesen parecido conocidos, ni siquiera que intentando el regreso, como lo intentaba ahora, aún lo sobresaltaran los gestos y la descortesía. De cualquier forma la travesía le hubiese resultado extraña. Salió sobre el día, con un andar displicente y absuelto de toda prisa, como si el cuerpo se le hamacara, como si el ocio imperfecto le aconsejara un desplazamiento sin rutinas ni destinos. Salió a la calle, al borde, a los gestos. Salió a la luz primitiva y dolorosa, salió al andar, al andar puro de dejarse andar. Salió salido de sí mismo.

Todos los gestos, como a todos alguna vez, le resultaron familiares. Como esos días en los que uno anda desperdiciando el tiempo, tratando de dilucidar en qué circunstancias ha conocido qué cara, en qué tiempo ha visto qué rostro, o en qué húmeda mañana ha tocado cada cuerpo. Y sabe que está desperdiciando no sólo el tiempo sino también el esfuerzo, porque no es la primera vez, y sabe que no será la última.

Le parece que todo es un gesto de familia, como esa manera de tomar un objeto o avanzar a cualquier sitio, pero sobre todo esa manera de alinear el ojo para enfrentar el saludo. Se detiene en el titubeo, se certifica en la errancia, se afirma en la certeza del error. Ningún saludo, ningún gesto, y sin embargo la duda.

Primero fue la vieja y el preguntarse por la vieja. Si la había sacado de un cuento de hadas o de algún viejo vecindario, o si acaso, comadrona de su abuela había perdido ella la memoria y él la posibilidad de recordarla. En todo caso, en todos los casos se le antojaba similar. Si esos personajes habían ingresado alguna vez en su historia o si él los acababa de ingresar instituyéndoles un pasado y una familiaridad que vulgarmente se les negaría como propia. Acaso la posibilidad de inventarles una memoria o iniciar un registro por el cual los sucesivos saludos sin razones derivaran en la familiaridad de un gesto al cruzarse; y morirse, en fin, por fin, al fin, habiéndose saludado siempre, en la cotidianeidad de cruzarse, sistemáticamente, en la misma cuadra, los mismos días, a la misma hora. Quizás acaso, el desconocer la cuadra si alguna vez, pasando por allí, no apareciera, arrugada y retorcida, aferrada a su bolsa, taconeando el piso con su media chancleta, oliendo a sopa, la vieja y su medio kilo de pan.

Después fue la vieja no tan vieja, vieja como un decir, como marcar una distancia con algún otro sentido del cuerpo, vieja por creerla pasada de experiencia, pasada de anécdotas o entrada en esa extrañeza en la que todo pareciera ser por el hecho de haber sido. Y esta mujer que en nada pareciera parecérsele, se detiene tratando de ordenar, de buscar, o de encontrar, algún algo en lo que pareciera ser una cartera. Pareciera no bastarle a la mujer su incertidumbre, pareciera no bastarle su no encontrar, que levanta la mirada como buscando algún otro culpable. Y se detiene mientras ella misma se encuentra detenida. Y no es más que él, que detectando el espectáculo, se ofrece como objeto. Quizás él sea ese pedazo de papel con alguna información, algún pedazo de agenda perdida, construida a la salida de un bar, o un fortuito encuentro en el que, dubitativo de conocerle la cara, se hubiese ofrecido él a la laboriosa tarea de brindarle alguna ayuda. Y quizás sí sea cierto, que su nombre se desdibujó en los garabatos de la mujer, y que sí la conoce pero no la reconoce, y quizás sea cierto que fue realmente necesario ofrecerle el gesto.

Caminaba. De todas maneras, ningún gesto superó esa instancia de delegar en el otro, de esperar que el otro se decidiera a reconocerle; inclusive en aquellos casos que, como el mendigo, estaba seguro no lo reconocerían. Mendigar, a su saber, eran siempre cosas de anonimatos. Jóvenes o viejos, niños o niñas, pobres, púberes, párvulos; mujeres frescas, embarazadas, prostitutas. Ningún mendigo tiene nombre, apenas un documento tan alejado de él como de ellos mismos. Sin embargo, ese, ese en particular, ese sentado, solicitando vaya a saber qué falsa moneda de la moneda falsa, apretando la mirada contra el piso como si el piso fuese a detenerle, tambaleando el brazo como por enfermedad o alcoholismo, exponiéndose y exponiendo la carencia total de cualquier encuentro; ese también era conocido. Quizás el hombre, mendigo por desorden, vagabundo por intolerancia social, se le cruzaba una y otra vez, aquí y allá, como si el espacio geográfico y ciudadano fuesen un espejismo elaborado en tiempos en los que ellos, nada sabían de las formas. Y en el intento de decir quizás buen día, se le viene el miedo de mirar demasiado. De todas maneras, él miraba al hombre, a su manera particular y al uso de su cuerpo; tal cual miraba a aquel otro que pasaba príncipe, académico, divulgador, o estafador de metafísicas de fin de siglo. Mirar al hombre y, sin embargo, que el hombre sintiera mirada su condición. Quizás el mendigo había sido algún día un mendigo de sitio fijo, quizás ni siquiera en esa cuadra, sino más bien cerca del puerto, allá en el bajo, peleando contra la humedad mientras él se dirigía, diariamente, hacia otro sitio. Y quizás lo había conocido así, en la deliberación y el impacto de diferenciarlo no sólo por su tamaño, sino por la incoherencia de lo fuerte y de lo débil. Que bien podría haber sido aquel hombre pescador, levantador de redes, hombreador; que bien podría haber sido administrador de prostitutas, guardaespaldas, o soplón. Y que, sin embargo, el hombre permaneciera ahí, mendigando a media voz la posibilidad de un cigarro; que, en contraposición a la fisiología de un mendigo, bien podría el hombre haber usufructuado de su masa muscular antes que volverse mimbre enmohecido. Que bien podría haber batallado un suicidio o la maldición de algún ejecutivo. Que todo eso y que, sin embargo, se abrigara con diarios y fogatas de basura. Quizás ese era el hombre que había visto una vez enfurecerse en el medio de la calle o a la salida de una iglesia. Pero por miedo a la reacción intempestiva, por miedo a que el mendigo sintiéndose malamente observado, desplegara de toda esa masa de carne un derechazo que le fuera justo al cuerpo, pero también quizás, o más, por miedo a que, levantando la mirada, le diera el ojo justo en el centro de la culpa; alzó la mano, hurgó en los bolsillos, tendió el cigarro y siguió como si nunca hubiese sospechado el conocerlo.

Continúa. Es ahora el turno de una gorra, un uniforme similar a todos los uniformes, esos que evitan lo particular en la fisonomía de una cara, esos que se disimulan entre cascos, bastonazos y patrullas. Esos. Sin embargo, miro de frente, desafiando del pasado algún encuentro, desafiando al hombre al que le dedicara un buenos días. Lo mismo daba si el saludo provenía del hombre particular, del gesto automático o del cuerpo al que pertenecía. Quizás lo habían detenido, o lo habían salvado en un incendio, o quizás esa cara debajo de esa gorra, y ese hombre debajo de lo impersonal de la vestimenta, se hubiesen cruzado un día, hospital mediante, curando sus heridas, o peor aún, quizás colindaran sus patios, y en las noches de verano se saludasen como dos buenos vecinos, y se preguntaran sinceramente por sus respectivas familias, y quién sabe si hasta alguna vez no hubiesen intercambiado opiniones sobre las mejoras de la canchita. Y sin embargo, ahora amablemente se desconocían. Se les frenaba el saludo en la desconfianza común, se les venía el día con los prejuicios acostumbrados del rechazo.

Intentó, intentó articular la voz con ese otro personaje que aparecía. Ese cuerpo al que probablemente había acudido tantas veces, probablemente mediados por un mostrador. Quizás un bar, una oficina pública, un almacén de barrio o hasta la boletería del cine que ya no existía. Quizás traída desde el pasado le hubiesen cambiado naturalmente algunos rasgos, quizás algún golpe duro le hubiese endurecido aún más las mejillas y marcado descomunalmente el entrecejo. Quizás esa era la mujer que aún joven había oficiado de supervisora en las cajas de un híper, y que aún con la autoridad y el embarazo que envestía, desprovista de algún gesto maternal para con él, o alguna tibia asociación con lo que sacaría de su vientre hinchado, lo había avergonzado, destituido de su calidad de cliente e ingresado a la calidad de sospechoso, y que luego de sembrar públicamente la sospecha entre presentes y no presentes, como hubieron de ser el padre como tutor, y compañeros de salidas por posible hostigamiento y contagio, se había disculpado por las molestias y las injurias infundadas, sin saber que realmente sí había sido él el protagonista de aquel trágametierra. La mujer siguió de largo por olvido, por vergüenza o por verdadero desconocimiento. La mujer siguió su paso, y él tragó el saludo, la disculpa, y la posible absolución de todo cargo.

Volvía. No es extraño que en ese día todos los rostros le hubiesen parecido conocidos. Ni siquiera que, intentando el regreso, como lo intentaba ahora, aún lo sobresaltaran los gestos y la descortesía con que las imágenes jugaban a haber jugado en un pasado. Desconfiaba, sí, y más todavía, de la descortesía naturalizada con la que nadie, ni siquiera por error, arriesgaba un tímido buen día.

Alejandra Isabel Kurchan (AIK)


Nota.— En Zapala y Neuquén, ciudades de la Patagonia norte que unen los Andes con la confluencia de los ríos Neuquén y Limay, vivió y escribió AIK, Alejandra Isabel Kurchan (Buenos Aires, 1963 – Neuquén, 2017). Están publicados y agotados sus libros Kobalto (1993), Los aplazos de Étienne (1997), Erótica (1999), Ensayo de la paciencia y autobiografía del no (2002), Escenas (2009), una edición –compartida con Ocaso, madrugada y porvenir, de Fernando Aiziczon– de Del relato y otras inmundicias (2014), y Bocetos sobre la praxis de una conjunción adversativa (2019).
Se ha dicho sobre ella: “Si la escritura poética, para Alejandra, un gesto fundacional tuviera, es el de la alteración en lo continuo” (Hernán Lasque). “La obra de Kurchan es un laboratorio de reproducción poética irrisoria. Todo ocurre en una previa eterna. Así como vivimos, preparando el escenario para algún día gozar de un buen encuentro entre palabra y cuerpo. Futurizados en telones que se nos cierran en el rostro justo un milímetro antes de empezar a reírnos. […] Solo se entra al juego de Alejandra Kurchan si uno se asume un cero a la izquierda, un ser humano producto de la incoherencia de haber nacido” (Marina Posata). “En su escritura no hay artificio sino una zambullida en lo que fueron lugares, momentos, energías. Realizar la experiencia de leerla es entregarse a la lógica del desplazamiento continuo, de un fuera de sentido sin establecimiento posible. La escritura de la Kurchan es un magma: quema, fertiliza” (Mario Castells). “Su poesía se posiciona «contra el veneno del mensaje»” (Gonzalo Marrón).
Ha dicho ella sobre ella, cuando en una ocasión le preguntaron si pensaba convertirse en escritora: “…hago garabatos desde chiquita. No sé lo que es ser una escritora. Veremos” (entrevista realizada por Mariano Villegas para el diario Río Negro, domingo 12 de febrero de 1995). El texto de AIK que aquí reproducimos es el capítulo IX de Ensayos de la paciencia y autobiografía del no. Neuquén, Prisma Pi, 2002.

fuente: kalewche.com/

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