Bolodo poro Corloto de Humberto Bas.
Bolodo poro Corloto de Humberto Bas: bitácora de lectura
Carlito es un mitã’i
akahata de mirada atenta y fascinada ante el mundo. Un niño campesino
–acaso pueblero- con una misión primera: cuidar que la vaca overa (que pronto
deviene Lovera y también machorra) no entre a la chacra y desbaste sus
cultivos. Ese es el verosímil que hace posible el primer empujón del relato, el
curioso estilo del relato, cifra de un messagem oculto a pleno día. Pareciera
que la fascinación de Carlito por las palabras fuera una especie de marisca de
remanentes identitarios, revisión de las trampas, pero en la descripción
metafórica del paisaje –veremos- se configura el Yo del personaje. Y en ese
despliegue de significantes campañeros, extrañados por el efecto de la despersonalización,
también se narra un poquito lo que se vela. Leer en voz alta equivale a aspirar,
viva la fascinación del niño overo, ese cardenillo sonoro: barcina, quinchado,
afrecho, batea, cangalla, ere eréa.
Esos oídos nostálgicos se han vuelto a sumergir en el
encanto guaraní, barbechan en la magia de la lengua vecina (esa Castilla
corsaria); la espían, la escuchan, le abigean lotes de hacienda. Y el lector,
convidado, queda absorto ante la pregunta que dispara: ¿es un triunfo de la
espacialización u otro remanente de la frustración sublime de un proyecto…?
Pareciera que lo que prima es la imagen, concebida desde el modernismo como el apytere del misterio poético para un
formalista perõ (Yo persigo una
forma) pero no, no solamente… Arribeño y aquerenciado el narrador asevera: “El
donde de un Carlito es un afuera”. Y el afuera de un niño es un adulto que ha
ahogado su ingenuidad cosmogónica. Humberto furtivea en la mirada y el
pensamiento de Carlito que rumbea Catatau.
El pro-agonista tiene un mandato circular (cuidar que la
overa, dijimos, no devore los cultivos) y, cháke, en el compromiso asoma la
fusta paterna: un padre que se va montando un alazán colo’o a otra parte y se
metamorfosea hacia el final en agente del castigo asesorado por el panóptico de
un cura buchón. Trenzado con la misión de un escarabajo-kelembúcho, el niño se
identifica con el pequeño Sísifo de la caca. Pero la overa es un agente del
caos: “Tiene eso de confundir la retina. Se camufla en tu inconsciente y
aprovecha para entrar donde no”. Esa configuración del Yo se complementa con la
descripción de los Otros, de las personas, algunas humanas y otras animales. También
deidades metafóricas.
La mirada de Carlito atenta contra la realidad, se exacerba
de a ratos; tensa los límites de lo representable. Porque Lovera, fiel a su
programa, arremete contra él y entonces:
No sabe quién de los dos es más verdad. Si su
figura hueca que mira a su figura esparcida, o sus ojos esparcidos que miran
mirándose. Uno es un mirar adelantado, el otro rezagado, y en remolino uno
trata de agarrar al otro que trata de agarrar a uno.
Cuando la saga en tornatrás continúa con Labuela ya entramos a un espacio de entidades metafóricas que son bien concretas. La abuela condensa la rebelión del mundo contra el orden humanista, contra la razón. Carlito no animiza a las herramientas, no le da vida a los objetos, pero dialoga o interpreta el lenguaje de los bichos y de las plantas. Y la naturaleza es algo más que un plaffond de lo representado.
Es un raro juego;
...diría la meditabunda Lovera, no refiriéndose a Labuela, sino a la Barcina, luego de alguna discusión sobre los asuntos de la realidad.
Es
persistente el coro de sonidos, el desplazamiento afectado de los elementos
aunque eso no quita la centralidad de los seres humanos. Labue se borra un
poco, pierde centralidad y le otorga continuidad al cauce afectivo de Carlito
que ya se sabe niño. Aunque aún no niño para las niñas sino para Mamá y para la
Seño.
No siempre no me ve, y cuando sí, me hace
upa, me vuelve a la cama y se acuesta a mi lado. Yo sigo durmiendo; ella, no
sé. Y cuando suena la otra campanada se levanta de nuevo, deja un precipicio en
ni colchón, me tapa y se va contenta...
En mí cama mi mamá nunca va a ser un estorbo.
SEÑO, yo la veo y pienso en la lluvia. ¿Vio esos raudales que cavan pocitos en la arena? A usted le llueve en la cara, Seño; ¿de dónde sino sus hoyuelos? Uno ve sus hoyuelos, Seño, y piensa en los arroyos; ¿de dónde sino las ganas de zambullírsele?
Lo
que sigue es la primera amistad y el reconocimiento del cuerpo. La complicidad
de los mitã’íses (sobre todo Timo) y el serrucho de Carlucho. Bolodo poro Corloto es un juego tie’ŷ,
no hay guardián en el centeno, es experiencia enfocada en las magulladuras y
escoriaciones que dejan sobre los cuerpos la alochada iniciática entre la
naturaleza y la cultura. Y un prodigio de prosa poética que a veces de tan
exacerbada, eiretéicha, nos empalaga.
-escribe Mario Castells.