Días rojos, verano negro: la Semana Trágica de Buenos Aires.


 Viernes 10 de enero de 1919 – El Ejército gana la calle - Un joven teniente llamado Perón – Las guardias blancas atacan a la comunidad judía.

Ya en la noche del 9, las tropas con asiento en Campo de Mayo comenzaron a tomar posiciones en la ciudad de Buenos Aires.
Por la mañana del 10, las calles porteñas aparecieron cubiertas de la basura no recogida por los carros; el fétido hedor que emanaban, producto de la fermentación por el calor y la lluvia, será la marca distintiva de la ciudad hasta el final de la huelga.
En tanto, los huelguistas de Vasena emprendían un nuevo asalto a los talleres de la calle Cochabamba, defendidos por “fuerzas policiales y del ejército”. Según El Diario, “el suceso adquiere las proporciones de una batalla. Se sabe que hay varios muertos y un considerable número de heridos”.
En el lugar se encontraba el joven teniente Juan domingo Perón, del arma de infantería, quien cubría servicios en el arsenal de guerra Esteban de Luca.
Según sus propias palabras, expresadas en un discurso en la plaza Martín Fierro —solar de los antiguos talleres Vasena— el 1° de mayo de 1948 “hice guardia acá precisamente al día siguiente de los sucesos.”
“El día de los sucesos” no puede ser otro que el 9 de enero. Y si el joven teniente estuvo en la calle Cochabamba el día 10, cuando los huelguistas se batían contra la policía y el ejército, es lícito suponer que su actuación no pudo limitarse a la actitud pasiva de hacer guardia.
Al respecto, otros autores —peronistas y no peronistas— aseguran que efectivamente Perón tomó una acción ofensiva contra los trabajadores metalúrgicos; tales son los casos de Lindon Ratliff, Milcíades Peña y Felipe Pigna.
Perón había recibido en el Colegio Militar una formación de acendrado carácter germánico y nacionalista, exacerbada por los puntos de vista de docentes tales como el doctor Manuel Carlés, futuro presidente de la Liga Patriótica Argentina. De esa manera, durante toda su vida sintió una profunda aversión por las ideologías anarquista, socialista y comunista, y en particular por quienes las detentaban, a quienes no consideraba como legítimos obreros, sino como a peligrosos agitadores antiargentinos.
En el transcurso del día, las tropas del Ejército fueron expulsando a los huelguistas desde el centro hacia los barrios. Las órdenes de Dellepiane fueron «Hacer fuego sin previo aviso », y que “no se desperdiciaran municiones con tiros al aire». Piedra libre para la matanza, que incluia el ametrallamiento de cualquier persona que citrculara por las calles.
Ese día, una patrulla hizo fuego contra unos vecinos que estaban a la puerta de sus casas, e irrumpieron en el domicilio para perseguirlos. En el patio se encontraba tomando la leche en un jarrito de metal la niña Paula Viviani. Un certero balazo le dio en el rostro, atravesando el jarrito de lado a lado, en medio de los alaridos de su madre. En eso, otro agente avanzó hacia ella y, sin más trámite, le hundió su bayoneta en el vientre hasta matarla. La sangre de la desdichada jovencita corrió por debajo de la puerta, siguiendo los desniveles del piso hacia el patio. El jarrito, agujereado y ensangrentado, quedó en un rincón como mudo testigo de la tragedia.
Envalentonados con la presencia del ejército, los radicales se animaron a salir en manifestación por las calles, en defensa de Yrigoyen. Pero apenas recorrieron una decena de cuadras, se asustaron con el ruido de las detonaciones y se disolvieron sin más trámite.
La guardia blanca, formada por niños bien de la aristocracia, salió tambien al oscurecer, al amparo de las sombras y de la presencia militar; su objetivo era matar a todo judío —o sospechoso de serlo— que encontrara en las calles de Buenos Aires. Así, irrumpieron en las casa del barrio de Once asesinando a sus moradores, y quemando sus muebles y pertenencias en la calle.
Por la noche, los policías acuartelados, dominados por el miedo, creyeron que los anarquistas asaltaban el Departamento Central de la calle Moreno. Alguien apagó las luces, y todos comenzaron a disparar en la oscuridad, sin ton ni son. Como resultado hubo varios policías muertos y heridos. Y lo mismo ocurrió en el palacio de Correos, cuando un retén policial disparó contra unos rompehuelgas que ingresaban a ocupar sus puestos de trabajo, confundiéndolos con atacantes ácratas. Como resultado del ametrallamiento, murieron dos empleados.
A esta altura de la situación, la huelga general se extendía a las principales ciudades del país, con repercusiones en pequeños pueblos de campaña, desde Santiago del Estero hasta Santa Cruz.
Yrigoyen jugó entonces la última carta: presionó a fondo a Vasena para que firmara el pliego obrero, y apeló a la FORA IX para que levantara la huelga general. Y así se hizo; y todos creyeron que el movimiento había finalizado. Todos, menos los huelguistas.
De los hospitales se informó que hasta la una de la madrugada tenían contabilizados 27 muertos, 57 heridos graves y 106 heridos leves, sin incluir a quienes se atendían en su domicilio; y que a lo largo de todo el día, se estimaba haber recibido un centenar de muertos y más de 300 heridos.
En la profundidad de la noche, la muerte blanca se enseñoreaba de las calles de Buenos Aires.

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