No vale molinete...

 

No vale molinete, historia del poeta
inventor del metegol

En un extremo de la provincia gallega de La Coruña las legiones romanas creyeron encontrar el fin del mundo y nombraron Finis Terrae a un cabo en la Costa da Morte donde el Atlántico choca fuerte contra acantilados llenos de pinos. El latín se hizo gallego y el gallego, castellano; pero el nombre se mantuvo. Finis Terrae en el primero, Fisterra en el segundo, Finisterre en el tercero y les juro que esto tiene que ver con el metegol, sólo ténganme paciencia.
El comienzo
Galicia era un pueblo de pescadores y agricultores, un poco poetas, algo melancólicos y bastante insumisos con el poder Real que los Borbones, llegados de Francia a gobernar España en el siglo XVIII, ejercían con despotismo ilustrado y centralista desde Madrid. Por rebeldes, el castigo a los gallegos fue no integrar la región al sistema de educación secundaria que se empezaba a extender en la península y esta situación era igual en los años treinta cuando Alejandro Campos Ramírez, que había nacido en Finisterre en 1919 y emigrado a La Coruña junto al padre zapatero, tuvo que irse a Madrid para poder estudiar el bachillerato.
Quería ser arquitecto pero para pagar la secundaria trabajaba de peón de albañil y corregía los trabajos de cursos más bajos. Leía mucho, escribía un poco y se metía en los ambientes bohemios del Madrid de la Segunda República. A tono con la época tenía ideas anarquistas. Era pacifista y lo llaman las letras y también la técnica; le gusta trabajar con máquinas e inventar nuevas. Capaz por eso, o por algún despido, o por todo junto, dejó el trabajo de albañil para entrar de cadete y aprendiz en una imprenta. Conoce al poeta León Felipe, treinta y cinco años mayor, al que admira y no debe haber entrado su propio cuerpo cuando éste lo invita a participar de su proyecto “Paso a la juventud”, un periódico de venta callejera, orientación libertaria y enfoque cultural. Buscando seudónimo, periodista en español y poeta en gallego, Alejandro Campos Ramírez firma Alejandro Finisterre o Alexandre Fisterra, según tuviera ganas de escribir en uno u otro idioma. En los ratos libres juega al fútbol.
La Guerra Civil
Entre estudio, periodismo, escritura y trabajo de imprentero vive en un Madrid tenso después del triunfo del Frente Popular en las elecciones de 1935 cuando, el 17 de julio de 1936, generales de la derecha sublevan las tropas del Norte de África y parte de la península. Mientras el gobierno bloqueaba el estrecho de Gibraltar y el pueblo de Madrid y Barcelona con sindicatos y tropas leales paraba la asonada de la Guardia Civil y los golpistas, aviones de la Italia fascista y la Alemania nazi cruzan del Marruecos colonial a los Regulares magrebíes, a sus oficiales españoles y al comandante general de Canarias, Francisco Franco.
Para el 19 de julio el golpe fracasa parcialmente pero Madrid queda sitiado y el gobierno se va a Valencia. Alejandro no. Casi todos los madrileños resistirán el asedio hasta el final de la guerra que empieza. Dolores Ibarruri, Pasionaria, llama a defender la capital y grita “¡No Pasarán!”, las calles se llenan de pancartas que replican la frase y abajo aclaran “El fascismo quiere tomar Madrid. Madrid será la tumba del fascismo”. Las aviaciones nazi y fascista bombardean intensamente. En noviembre de ese año, una bomba alcanza a Alejandro Finisterre, tiene 17 años y heridas que obligan a evacuarlo primero a Valencia y después al hospital de convalecientes de Montserrat, en Cataluña. Queda cojo por los próximos setenta años pero le preocupan los chicos del hospital menores que él, también evacuados, también mutilados, ganados por la tristeza. Quiere, al menos, devolverles el fútbol.
El “futbolín”, o “fútbol de mesa”
Empieza a dibujar un invento y lo comparte con el carpintero vasco Francisco Altuna. Con pino hacen una mesa con forma de caja y tornean jugadores de miniatura, les cruzan barras por el cuerpo y los disponen con el dibujo táctico de la época, 2-5-3 más un arquero, la pelota es de corcho aglomerado y permite control y efectos. En 2004 le explicaba al diario español La Vanguardia “(…) si existe el tenis de mesa, ¡también puede existir el fútbol de mesa!”. Todavía no se llama futbolín, ferriños, matraquinhos, taca-taca, ni metegol pero en 1937 lo patenta en Barcelona junto con un pasador de páginas a pedal para partituras que le inventa a su novia concertista de piano. Quiere llevar el invento a toda la zona republicana pero las fábricas de juguetes están dedicadas a la producción de guerra y el juego sólo va tener unos pocos ejemplares en Cataluña, donados casi todos a hospitales y orfanatos.
Estados Unidos e Inglaterra miran para otro lado y la Francia del socialista Blum apoya poco y nada, el único sostén de la República en 1939 es la URSS y el gobierno intenta resistir para entroncar la guerra civil con la II Guerra Mundial que ya se huele en el aire. No lo logra. Junto con miles de exilados y las últimas unidades del Ejército Popular Republicano el poeta-inventor cruza la frontera hacia Francia. La retirada es desordenada. En una tormenta pierde casi toda su ropa, una novela recién terminada y la patente del fútbol de mesa.
En Francia los nazis invaden y el gobierno títere de Vichy encarcela a los republicanos españoles junto a los disidentes y judíos franceses. Alejandro Finisterre, que en las fichas vuelve a ser Campos Ramírez, pasa cuatro años en un campo de prisioneros en la parte francesa de Marruecos. Cuando vuelve al París liberado escribe ballets inspirados en el folklore gallego para la compañía del Marqués de Cuevas y empieza a vender su pasador de páginas para piano. En 1948 ahorra suficiente para irse a Ecuador. En ese país empieza su nueva faceta, editor, lanzando la revista literaria Ecuador 0º 0’ 0”. En 1952 se va a Guatemala donde reinventa y mejora el metegol y prueba un básquet de mesa que no tiene éxito, a diferencia del fútbol de mesa que se empieza a extender por Latinoamérica.
Alejandro Finisterre, editor
Corrido por un nuevo golpe, esta vez el de Castillo Armas contra Arbenz, se radica en México después de llevar adelante el primer secuestro de avión, el que había despachado el gobierno guatemalteco para deportarlo a la España franquista. Funda su propia editorial, Finisterre Impresora, y publica a su mentor León Felipe, también exilado en México, al vasco Juan Larrea y poetas españoles y latinoamericanos, entre sus libros está el primer poemario del nicaragüense Ernesto Cardenal.
En 1967 ingresa en la Real Academia Gallega y en 1975, un mes después de la muerte de Franco, vuelve a España. Se asombra de ver que su juego se extendió también en su país, ya se llama futbolín y los industriales valencianos asociados al régimen nada dijeron del creador republicano. No le importa, “Si no lo hubiera inventado yo lo hubiese hecho otro”. Sigue trabajando de editor y escritor, es albacea de su maestro fallecido en México y salva en 1980 los papeles y biblioteca de su amigo Larrea, muerto en Córdoba, de las llamas de la dictadura cívico-militar.
Desde su vuelta a España vivió en Zamora, ciudad natal de Felipe, y ahí murió en 2007. El metegol ya era omnipresente en clubes, bares y kioscos del mundo pero lo reemplazaba la Play. Consultado en la misma entrevista citada responde: “Yo creo en el progreso: hay un impulso humano hacia la felicidad, la paz, la justicia y el amor, ¡y ese mundo un día llegará!”. No sé si todo eso entra en una consola de videojuegos, pero les garantizo que llena cualquier metegol.

Manuel Sánchez Namiña ✍
En revista Pido la palabra (otra vez) Nº7, Neuquén, otoño 2019 

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