CAMPERA VIOLETA.

 CAMPERA VIOLETA.

Siempre odié que me llamaran paragua. Mejor dicho, a muy pocos le toleraba ese gentilicio. En un curepa tiene tufo xenofobia…, si no bien, a tilingada.
¡¿Sos paraguasho…?! ¡¡¡Ay…, decime algo en guaraní!!! Mal me saltaba el morbo y las ganas de decir, ¿¡querés que me ponga en taparrabos y te hable como un papagayo!? La elección de papagayo no era accidental: aprovechar la rima bien valía la cursilería.
Pero hay o había algo más en ese odio a que me llamaran por el gentilicio. Está o estaba la dilución de lo específico de uno… ese laburo para “hacerse un nombre”, propio de los neuróticos con la autoestima frágil. Que recuerde, sólo les toleré a 4, entre ellos a Huguito, mi concubino. Huguito me llamaba paragua. Pero en su boca era como un extraño halago porque el paragua del Huguito fue trocando en para y después en par…
Che, par, ¿tomamos unos mates…? Éramos par con el Huguito cuando trabajamos en el “Dos Pinos”, un telo camino a Plottier, cuyo dueño, un ingeniero de prosapia católica y familia como se debe, era el principal cliente; y éramos par cuando enfrentamos la hiperinflación de Alfonsín-y-el-mar a base de yogures, postrecitos vencidos y salamines robados que nos traía Lucho, el tercer concubino.
Lucho trabajaba en una distribuidora de lácteos… y era peruano y no tenía otro mote más que ese, peruano. A esa edad no digeríamos bien los lácteos y en la casona vivíamos, literalmente, a los pedos… Y los míos, por obvias razones de flatulencias, no le gustaban a Walterio, el menduco, el cuarto concubino, el primero de todos en llamarme paragua.
Y esa mañana del 4… 4 de abril del 007, mi ahora ex me dejó temprano en la esquina del supermercado Makro (a ver si se ponen con unos chorizos por este chivito gratis, manga de explotadores). En mi mochila, equipo de mate y tres libros para alternar, según el ánimo, durante las horas que iríamos a pasar en el corte de Arroyito.
Todavía estaba oscuro y ya había gente en la esquina; algunas compañeras en la veredita de la ruta. Reposeras y sombrillas daban cuenta del axioma que si la lucha es sacrificio no tenía por qué ser tan taxativa. Hasta podría ser el picnic de semana santa.
Todas mujeres, casi. Bajo el semáforo un solo varón. Uno de campera violeta.
¿Qué haces, para?; … me saludó. Cualquiera fuera la cosa que yo fuera, ya no era, porque simplemente era un para; para docente, para fraseo, para yo.
Nos conocíamos de antes. Antes de antes. 10 a 15 años atrás cuando el de campera en cuestión militaba en el MAS con otros amigos en común; Daniel, Héctor, el Lechuga y Nanim, nuestra entonces Rosa Luxemburgo. Todos tenían por semidios político a un tal Alcides, no el bailantero, sino uno que había ganado alguna vez la interna a los “burócratas” de la UOCRA.
Nos encontramos después de mucho en los pasillos del CPEM 70, turno noche. Áspero oeste neuquino donde la pibada no resignaba la plaza que le ha quitado el colegio y pasaban las noches cascoteándolo como entretenimiento, mientras debajo de los retumbos de las chapas, uno trataba de explicar Tiro Vertical, Caída libre y otras boludeces.


Esto es lo que los docentes llamamos asépticamente: el contexto. Él de Campera daba Química, y yo obviamente, Física. Siempre quedábamos en juntarnos a discutir propuestas pedagógicas, planificaciones, habilitación del laboratorio y proyectos de salidas hacia el observatorio, etc. «Sabés, Para, tengo ganas de…», «podríamos…»; …y hablaba de las pibas cuando la edad de nuestras alumnas oscilaba entre los 30 y 60 años.
Pero al final, invariablemente terminábamos charlando de las cuestiones políticas. Tenía el “burócrata” fácil y era vehemente. Si no se andaba con ganas de discutir se le daba la razón y se seguía, de lo contrario la cosa siempre era para largo y los recreos no daban.
Era así el de Campera Violeta.
Esa madrugada, amparados por el encorvado árbol del semáforo que florecía colores con parpadeos, hicimos un par de evaluaciones de último momento. No estoy muy seguro, pero creo que volvió a pronunciar la palabra “burócratas” o sólo en mi recuerdo queda la impresión de que él sólo sabía decir eso.
Intercambiamos informaciones sobre el trayecto, los lugares donde estaban apostados los milicos para detener nuestras traffics o al menos para entorpecer la llegada al corte. Pero nuestra inteligencia nos había indicado los caminos alternativos.
Por lo que recuerdo, de esa charla se desprendió que ninguno de los dos estábamos muy convencidos de la medida, pero como viejos militantes éramos “orgánicos” y, por ende, a apechugarlo.
Subí a una combi. El de Campera se quedó con las compañeras esperando otra combi. Llegamos al puentecito, cerca de la bifurcación entre la ruta 22 y la 237 y ya estaba la policía cortando el tránsito. Cualquier desprevenido, hubiera pensado que estaban para “garantizar nuestra integridad.” Pero no… mejor hablar de ciertas cosas…
Esto era y es Neuquén, capital nacional de la corrupción y del garrote, con su pequeño Abu Graib camuflado en el aséptico nombre de U11. Había un par de esbirros, pongámosle sicarios para no ofender, parlamentando con nuestros “burócratas” de turno. Recuerdo a uno estrenando el hierático aire de un Moisés conduciendo a su pueblo por el muerto mar patagónico; recuerdo a su feligresía incipiente y a otro par más fagocitado en mi memoria por el tiempo y los agaches.
Se negociaba una tregua o plazo de repliegue, algo que diera tiempo para reorganizarse. Se había formado una columna interesante, mil o dos mil docentes. El sicario mayor, sin necesidad de protocolo escrito, nos emplazaba a que en 5 minutos despejáramos o si no…
En nuestra inocencia pensamos que eran bravuconadas. Llevábamos muchos cortes encima y siempre se armaban estas escaramuzas dialógicas.
«5 minutos y reprimimos»; … repitió el mono con pertrecho (Perdonen, monitos, no se me ocurre otra imagen). Y no sé si la relatividad o el mono relojero, pero no pasó ni un minuto cuando una mano se infiltró entre las piernas y abandonó en el corrillo algo que echaba humo y no precisamente de sahumerio. Era una mano, sin brazo ni cuerpo, ni entidad de persona; en fin, una mano de milico.
Gas lacrimógeno, y empezó la dispersión.



Nos replegamos sin resistencia. Lo habíamos planeado así. Había una escuela cercana, y una estación de YPF como alternativas de refugio dado el caso. A la hora de las escaramuzas, como si se hubiera abolido, la escuela no estaba. A nuestras espaldas, solo la estación y la larga ruta para regresar hacia Neuquén. Desde esa perspectiva Neuquén era una Utopía. Detrás de la YPF, y entre la ruta 22 y el Limay el monte tupido y espinoso. Jarillas, Chañar, Alpatacos. Alpatacos. Alpatacos.
Algunas compañeras y compañeros decidieron refugiarse en la estación de servicio. Pensaron que allí no irían a disparar. Pero nooo, mejor no hablar de ciertas cosas…
El resto creyó que la ruta era más segura y volvimos marchando. Los disparos iban por ramalazos. Los refugiados en la estación de YPF descubrieron lo provisorio de toda certeza cuando se está en las miras de los esbirros y escaparon hacia los matorrales. Jarillas, Chañar, Alpatacos. Alpatacos… Les quedaba eso o seguir hasta la orilla del río y atravesarlo. Los sabuesos armados seguían aullando detrás. Cualquiera parecido con Queimada era Queimada.
A los que veníamos por la ruta, se nos tiraba más desparramadito. Lentamente la columna de los matorrales fue integrándose a la masa rutera. Parecían perseguidos por el Ku kux klan abandonando cañaverales incendiados. Volvimos a reconstituirnos en una comunidad andariega y en repliegue.
Hacia Senillosa, con los sicarios de Sobisch (¡este tipo!; uno quisiera creer en dios solo para echarle en jeta la creación de semejante bazofia) en nuestras espaldas. Marcha lenta. La ruta se hacía estrecha con los ómnibus y 4×4 detenidos en la banquina, y por la columna de nuestros móviles que subían al asfalto; los demás a pie.
De repente… desde la retaguardia nuevamente gases; cartuchos describiendo trayectorias parabólicas. El mensaje era claro: no venimos a impedir un corte, venimos a escarmentarlas, maestritas…
Y se dispersaba la columna, algunas subían a los autos para guarecerse de la lluvia ácida, otras/otros se escondían detrás, o corrían de nuevo hacia los matorrales. Alpatacos. Alpatacos. Y hacía los matorrales disparaban.
Era el coto de caza de esa feligresía devota de las imbecilidades convertidas en frases hechas: ya no hay vocación, etc, etc; y en esa cacería éramos una presa fácil y semi móvil. Después un receso y otra vez la andanada…
Sobre nuestros pescuezos, la horda. Sentíamos sus alientos, sus odios, su celoso cumplimiento de la orden del amo. Volvían los disparos, por elevación, hacia el frente, hacia atrás, hacia los costados y el desquicio nos hacía plantear las preguntas: ¿quieren que nos detengamos, que nos concentremos, que nos dispersemos, o que simplemente reventemos? Ahora la respuesta es obvia.
Y en esa tanda de disparos y quietud, literalmente sobre la marcha, se fue organizando el repliegue. Los autos con las puertas abiertas para subir cuando arreciaran los disparos. Disparaban, subíamos; amainaban, bajábamos y vuelta a caminar.

Y en una u otra de las arremetidas feroces alguien me gritó: «Paragua, paragua, subite acá». Los cartuchos zumbaban sobre nuestras cabezas y la nebulosa de gas pimienta se expandía. No había tiempo para la quisquillosidad de mirar feo a nadie ni de responder; «¿¡A quién mierda llamás paragua!?»
El paragua, paragua subite era un imperativo y lo acaté. Provenía desde el interior de un 147 blanco. El portón trasero abierto. Adentro una madeja entreverada de compañeros, unos 4. Conmigo 5. Zambullí entre cabezas y piernas, y en el revoltijo apenas pude reconocer las pelusas de la barba del compañero Lafón. Los demás eran partes de cuerpos entreverados en esa orgía improvisada.
Salvo la cabeza totémica del de Campera Violeta que seguía dirigiendo la retirada desde su atalaya ambulatoria, gritando al de la camioneta roja para que subiera a unas compañeras rezagadas, puteando con nombre y apellido a un abogado devenido dirigente político (seguramente dijo, y acertadamente, ¡Burócrata!), porque en su flamante auto de vidrios polarizados quedaba espacio.
Y ahí, ateridos en ese pequeño receptáculo, mirábamos las parábolas blancas que seguían trazando los cartuchos lacrimógenos, los viboreos al ras del suelo que se trenzaban entre las piernas de los que aún no lograban subir… y las balas de goma que barrían la media altura.
Todo era corrida desaforada y gritos. La ofensiva era por tierra, aire y cielo. ¡Qué ningún juez, fiscal, o cualquier cerdito adobado con coima, cargo y buen salario para que piense como un chancho (perdón, hermanos porcinos, ando escaso de imágenes) me diga que Poblete fue un loquito que se salió del libreto! ¡Poblete fue el mejor actor de ese teatro del terror! El Herr Direktor movía a sus personajes desde un celular, mientras el público de empresarios y soretes masivos aplaudían entusiasmados la escena (Tomá Cámara de Comercio, tomá Cámara de Turismo y de Hotelería… y demás, los eunucos mentales de los derechos de uno terminan donde empiezan…bla, bla, bla.)
En el 147, nuestro espacio era una trampa. Cualquier cartucho que cayera sobre la luneta implicaría un principio de asfixia. Por eso, apenas mermó la carga de la infame infantería, decidimos salir y continuar caminando, salvo Campera Violeta que se mantuvo en su puesto.
De repente otra arremetida. Diferente. Desde atrás, sobrepasándonos por un costado, una columna de camionetas y de sicarios se adelantó para meterse en el medio de nuestra columna cortándola en dos. Quedé en la de atrás. Y los ataques siguieron hacia los que quedaron adelante.
La confusión era tal que no se entendía la lógica de las bestias. Lógica y bestia es un oxímoron. Quizá nos aislaban para detenernos y llevarnos de botín de guerra para solaz de las buenas conciencias que pedían el escarmiento: ¡Liberen las rutas…! ¡Derecho de tránsito…!
Pero lo extraño fue que todo cesó de repente. La columna lateral detenida, el cordón de milicos que nos dividió en dos, también. Un silencio en el mundo donde sólo resonaba el aturdimiento de nuestros tímpanos. Hasta me pareció que empezaba nuestra contraofensiva. Algunos sicarios se refugiaron en las traffics mientras el cordón de avanzada resistía la retro-embestida de un grupo de maestras y maestros que gritaban, escupían, y…


Vi y festejé la bofetada de una maestra a un milico. Eso fue fehaciente. ¡Qué cosa más bella y musical! Perón, vos no entendiste nada, la más maravishosa música es esa. Nada como la jeta de un milico para hacer percusión.
De lo que dudo, porque me parece más una expresión de deseo que otra cosa, es de la veracidad de un gargajo grumoso chorreando por la cara de un comisario. Si no fue, debería de serlo, y de ahora en más, lo es. Pero al no ver la reacción ni del abofeteado ni del gargajeado empecé a sentir algo extraño.
Principio de horror.
Y empezó a sonar una palabra maldita. Traspasé la línea de los sicarios y volví al frente, me sumé con otros al cordón de puteadas sin entender aún qué había sucedido.
Una compañera seguía gritando;
¡Asesinos!, ¡Asesinos!
… y fue como si mis oídos se destaparan a ese grito que hasta hoy resuena.
Y me volví para mirar a mis espaldas.
A cierta distancia, en el suelo, el de la Campera Violeta…
¿¡Cómo mierda hago de ahora en más para decir que no me gusta que me llamen Paragua!?

Humberto Bas



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