Los poderes de Raúl
Los poderes de Raúl
(escribe Carlos Salgado)
Cuando tenía cinco años nos mudamos a Tierra del Fuego. Mi madre estaba cansada de hablar por teléfono con su marido, y ese año decidió que a donde fuera él, iríamos nosotros. En ese entonces los regímenes laborales eran casi esclavistas, y Raúl podía pasar meses sin volver a casa. Trabajaba en una empresa vial, hacía rutas.
Cursé todo
jardín de infantes en Ushuaia. Vivíamos en una casa alquilada por la empresa,
en un barrio nuevo, con calles de tierra y árboles medianos. Hay todo un álbum
de fotos de esa época. Parado sobre el hielo, muerto de miedo, un lago
congelado que a mi madre le gustaba visitar. Con una máscara de Batman, junto a
un perro negro. A la entrada del jardín de infantes, el Jardín Nº 1. En varias
aparezco con Mónica Shell. Mi madre no recuerda si Mónica iba al mismo jardín,
si éramos compañeritos. En una de las fotos estamos parados, mirando la cámara.
En otra, sentados en el pasto jugando con autos. En todas parecemos parte de
una campaña de United Colors of Benetton. Mónica era rubia, ojos verdes,
blanquísima de cara. Yo siempre fui morocho y achinado, como mi padre,
supuestamente. Raúl no era tan morocho y tenía rulos. Estábamos con él desde
que yo tenía tres años.
Había una
Traffic que me llevaba hasta el jardín. Al chofer le decían Mario Baracus,
usaba el mismo corte de pelo que el personaje. No parecía un chofer como
cualquier otro, nos buscaba casa por casa y nos llevaba hasta la Traffic
subidos al hombro como bolsas de papa. En el camino siempre se cantaba, Mario
Baracus marcaba el ritmo con breves toques de bocina. En uno de esos viajes,
mientras cantábamos a grito pelado, un golpe seco nos tiró de los asientos. Yo
quedé de rodillas, la cara pegada al respaldo de adelante. Me enderecé y por la
ventana vi como Mario Baracus quería pegarle a un tipo. Agitaba los brazos y
gritaba: “¡¿Cómo te vas a cruzar así?!”. Cuando volvió a la Traffic se tomó el
trabajo de pasar asiento por asiento preguntando si nos habíamos golpeado
mucho.
Casi todas
las tardes visitaba a Mónica. La mayoría de mis juguetes eran autos de
plástico. Mi favorito era un escarabajo amarillo al que se le abrían las
puertas. Los demás eran macizos, sin gracia. Una tarde olvidé el escarabajo en
casa de Mónica. Mi madre comenzó retándome por ser tan distraído y luego por
caprichoso; qué necesidad de tener el autito en ese momento cuando podía
recuperarlo al día siguiente, Mónica seguro lo guardaba. Se ve que la casa de
los Shell no quedaba cerca porque nunca fue una opción ir a buscarlo, al menos
no de la manera convencional. Raúl tenía un as bajo la manga: buscaría el auto
con la mente y lo traería en cuestión de segundos. Hizo que me sentara frente a
él y me tomó las manos. Se puso serio, los ojos en blanco. “Ayúdame a
buscarlo”, dijo, mientras movía las cejas. Yo hacía fuerza con la mente, trataba
de concentrarme en el auto, en el color, en las puertas que se abrían. “Ya lo
encontré”, dijo en un momento. Me soltó las manos y comenzó a masajearse las
sienes. “Ya lo saqué de la casa”. “Ahora lo traigo por la avenida”. “Hay mucho
tránsito”, “Doblé en nuestra calle”, “Estoy muy cerca”, “Ya casi, ya casi”.
Hizo una pausa, tomó aire y el escarabajo salió del centro de su frente, lo juro,
le cayó en las piernas. “Acá está. La próxima vez tené más cuidado”, dijo. Mi
madre sonreía. Agarré el escarabajo y me fui a dormir.
*
Comencé
la primaria en Bariloche y la terminé en Neuquén, en realidad en Centenario, un
pueblo a 15 minutos de Neuquén Capital. En el medio, hice cuarto grado en
Unión, San Luis. Movernos sin previo aviso era lo común cuando era chico. Es
probable que las cosas no fueran tan intempestivas, que mi madre se sentara a
hacer planes con Raúl y que de esos planes surgiera el viaje. Para mí ocurrían
de un día a otro. Nos subíamos a un camión y terminábamos en un lugar
nuevo.
De los
años de primaria en Bariloche tengo una cicatriz en la ceja izquierda.
Volviendo de la escuela tropecé y caí sobre una piedra laja. Muchas veredas en
Bariloche son así: con escalones y revestimiento de piedra laja. Siempre dije
que unos chicos me empujaron. Lo dije tantas veces que ahora creo que fue así.
En realidad no recuerdo la caída, el momento previo, ni siquiera el golpe
contra la laja. Caminé las cuadras que faltaban hasta casa, vivíamos en Ángel
Gallardo 951, tapándome la ceja, se sentía húmeda y fría, eso sí lo recuerdo. Pensaba
que si quitaba la mano saltaría un chorro de sangre.
En casa
estaba mi madre y Raúl. Apenas los vi, me largué a llorar. Ni siquiera pude
decir lo que había pasado. Mi madre se acercó, destapó la ceja y dijo que era
un raspón, nada de qué preocuparse. Cuando me calmé, conté que unos chicos
venían jugando detrás y sin querer me empujaron, al caer me di contra una
piedra laja. Raúl se quejó de esas veredas tan peligrosas.
No
recuerdo qué hice inmediatamente después. Quizás miré televisión.
En un
momento Raúl se acerca para ver cómo sigue el raspón y descubre que en realidad
es un tajo profundo. La presión de mi mano lo mantuvo unido por un rato. Mi
madre también mira, para verificar, y se tapa la boca. Yo pregunto qué pasa,
pero no dicen nada y salimos rumbo al hospital. En la guardia nos hacen entrar
y me recuestan en una camilla. Un enfermero intenta limpiar la herida y yo
siento una lija pasando por mi carne abierta. Grito como si me estuvieran
carneando, palabras de mi madre. El enfermero dice que aguante, que tome aire. Raúl
pregunta si no van a usar anestesia y le contestan que no, tienen que coser
rápido, que ayuden sujetándome las piernas. Cada pinchazo, cuatro, se siente
como si estuvieran cociendo un cuero al que estoy unido por millones de puntos,
cada punto me transmite dolor. Siento las manos de Raúl en mis rodillas y algo
hace, porque aguanto más de lo que creía.
¿Por
qué no usaron anestesia? No lo sé, es raro. Era otra época, quizás fuera muy
cara, o no se usaba en todos los casos. También puede ser que de tanto tener la
herida abierta se me estuviera secando, y había que actuar rápido.
Tiempo
después de cortarme la ceja, partimos rumbo a Unión. Iban a asfaltar una ruta
cercana al pueblo natal de Raúl. Mi madre por fin conocería a su suegra.
Del
colegio de Unión solo recuerdo los rudimentarios chistes sobre Bariloche,
algunas rimas estúpidas con che, y que no podía encajar con mis compañeros,
parecían mayores, todo el tiempo hacían comentarios con doble sentido y se
comportaban como adolescentes. Yo era mucho más niño que ellos.
También
recuerdo que en Unión, Raúl se la pasaba aclarando que yo no era hijo suyo, que
era solo de su señora. A veces, lo imaginaba haciendo un pase de magia para que
yo desapareciera.
A Unión no
volví nunca, es un viaje demasiado largo.
En Neuquén
vivían casi todos mis tíos, hermanos de mi madre. Solo una hermana vivía en
Chile. Cuando llegamos, Raúl no tenía trabajo. La obra pública estaba
paralizada. Vivimos un tiempo en casa de mi tío Marcelo. Tenía dos hijos:
Cristina y Marcelito. Es probable que fuera verano, época de vacaciones, porque
no fui a la escuela en ese tiempo que vivimos en lo de mi
tío.
Finalmente
llegamos a Centenario. Raúl trabajó en la ampliación de la ruta 7, de dos
carriles a multi-trocha. Recuerdo que regresaba negro de alquitrán, o algo
parecido, y le llevaba bastante tiempo quitárselo. En Centenario consiguieron
un terreno barato y fueron armando lo que sería nuestra casa. Habitación por
habitación. Al principio era un cuarto de cinco por cinco con piso de tierra,
después agregaron un dormitorio, y terminó siendo un chorizo. A mi madre cada
tanto le daban ganas de mudar la cocina. Con el paso de los años casi todos los
ambientes alguna vez fueron cocina.
Terminé la
primaria en la escuela 282. Descubrí que era un buen estudiante, aunque bastante
desprolijo, mi letra todavía es un desastre.
El mejor
secundario de la ciudad era una técnica, la EPET nº 2. Se exigía un examen de
ingreso. Que yo pudiera ir a la técnica era algo muy importante para Raúl. Él
apenas tenía la primaria y ninguno de sus verdaderos hijos había seguido
estudiando.
Aprobé el examen. En esa época la técnica era
exclusivamente para hombres, o casi, en mi curso había una sola chica. En
tercer año, me conseguí una novia y comencé a leer como un hambriento. Retiraba
todo lo que se permitía por semana de la Biblioteca Fonseca. Sentía que era la
única manera de crecer, de ser menos insignificante. Cada semana renovaba mi
stock. Empecé a escribir poesía, quería ser César Vallejo, y hasta llegué a
ganar un concurso.
La
técnica pasó rápido. Cuando me recibí, Raúl dijo sentirse orgulloso.
Yo
estaba en mi dormitorio, tratando de escribir, en esa época escribía muchísimo,
y Raúl entró y pidió permiso para sentarse en la cama. Yo seguí escribiendo
como si nada.
—Estoy
muy orgulloso, ninguno de mis hijos me dio una alegría como la que vos me diste —dijo.
Con
Raúl hablábamos muy poco, nunca nos sentamos a charlar de la vida o de lo que fuera.
Nuestros intercambios más nutridos se dieron frente al televisor, mirando El
chavo del ocho, comentábamos los chistes, nos adelantábamos. Eso explica que no
supiera qué responder, si es que había algo para responder, solo dije:
—¿Cómo hiciste lo del escarabajo? En
Ushuaia.
—A ver… Fue hace mucho. Con el asunto de
la Traffic, el susto, recuerdo que te hacías pis en la cama, te despertabas
llorando. Se me ocurrió darte una sorpresa, animarte. Fue un juego.
—¿Pero cómo hiciste para que te saliera de
la frente?
Meses
después, un domingo —yo volvía de votar, se elegía presidente—, encontré la
casa repleta de vecinos y curiosos. La señora que vivía cruzando la calle se
acercó, me agarró por los hombros, y me dio la noticia.
Mi
madre avanzaba por el pasillo, apenas movía los pies. Cuando estuvimos cara a
cara se largó a llorar.
—¿Y
ahora qué vamos a hacer? —dijo.
La
abracé fuerte. La sentí sacudirse contra mi pecho.
—Ya
está. Ya pasó. Tranquila —dije, por decir algo.
-Carlos Salgado nació y se crió en San Carlos de Bariloche. Actualmente vive en el Alto Valle de Río Negro, en la ciudad de Cinco Saltos. Es profesor en Letras (UNComa) y Diploma superior en Ciencias Sociales (Flacso). Su ocupación principal es la docencia. Fue galardonado en diversos concursos de poesía y cuento. En el año 2022 editó Eso que pasa mientras, que fue seleccionada en la 3ra convocatoria de la editorial YZUR.