Andres Rivera

 
“¿Qué juramos, el 25 de Mayo de 1810, arrodillados en el piso de ladrillos del Cabildo? (...) ¿Qué juré yo, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, la mano en el hombro de Saavedra, y la mano de Saavedra sobre los Evangelios, y los Evangelios sobre un sitial cubierto por un mantel blanco y espeso? ¿Qué juré yo, en ese día oscuro y ventoso, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, la chaqueta abrochada y la cabeza gacha, y bajo la chaqueta abrochada, dos pistolas cargadas? [..]

¿Qué juramos allí, en el Cabildo, de rodillas, ese día oscuro y otoñal de Mayo? ¿Qué juró Saavedra? ¿Qué Belgrano, mi primo? ¿Y qué el doctor Moreno, que me dijo rezo a Dios para que a usted, Castelli, y a mí, la muerte nos sorprenda jóvenes?

¿Juré, yo, morir joven? ¿Y a quién juré morir joven? ¿Y por qué?

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¿Acaso hay alguna revolución que pueda compensar la pena de los hombres o se trata de un sueño imposible?

Los turbulentos días de mayo de 1810 han quedado lejos. Tras ser uno de los representantes de la Primera Junta y el gran orador de la revolución, Juan José Castelli está confinado en su casa, derrotado como hombre político y consumido por una enfermedad que lo llevará a la muerte. Con las pocas fuerzas que le quedan escribe ahora, en un cuaderno de tapas rojas, sus pensamientos y recuerdos. Ya no hay lugar para las acaloradas polémicas entre adversarios. Es que “el invierno llega a las puertas de una ciudad que extermina la utopía pero no su memoria”. Y ese deseo malogrado de forjar entre todos un país libre y justo se convertirá en la obsesión de sus últimos días: ¿acaso hay alguna revolución que pueda compensar la pena de los hombres o se trata, simplemente, de un sueño imposible?

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