Rodolfo Ortega Peña
Por Eduardo Luis Duhalde
Las nuevas generaciones no conocen a Rodolfo Ortega Peña. Es
lógico que así sea, aunque ello evidencia la profunda ruptura social con el
propio proceso histórico. Este desconocimiento sobre Ortega Peña se inscribe en
un desconocimiento más amplio y general. El ejercicio del olvido al que han
sido condenados los argentinos desde el 24 de marzo de 1976 hasta el presente y
los artilugios desarrollados para obliterar el pasado con el ejercicio
interesado de la desmemoria forman parte del esfuerzo por ocultar dos décadas
intensas y profundas durante las que los jóvenes de entonces (entre los que me
incluyo) se plantearon con profundo sentido solidario y colectivo ligar sus
vidas con la búsqueda de un mundo mejor, más justo e igualitario, aun a costa
de los mayores sacrificios.
A su vez, el olvido no es sólo derogación de la memoria.
Tiende a colocar en su lugar una mítica narración del pasado: el silencio ha
dado lugar a formas de normalización falsificadas, a través de una unívoca
interpretación oficial. Se sustituye la cultura social -que actúa como
conciencia crítica - deslizándose el sentido conceptual del pasado a través de
la opacidad del presente, resignificando la temporalidad rica y múltiple del
saber crítico hasta llegar a la clausura de su significación: ninguna cuestión
que pudiese plantearse carece de respuesta dentro del propio sistema articulado
por la teoría de los dos demonios como eje de una suerte de fundamentalismo
democrático.
Rodolfo Ortega Peña pertenece a esa generación que hace
cuatro décadas -recogiendo los legados históricos- soñó la revolución cultural,
política, económica y social como un hecho posible y actuó consecuentemente,
con-vencida de la irrelevancia ingrávida de toda otra tarea que no fuera
promover aquel cambio -de acortar los tiempos a una victoria que pensábamos
inevitable por el decurso de la historia -, abandonando en muchos casos la
tranquila existencia personal (sentida por unos como opacidad triste, y por
otros, pese a su éxito biográfico, como una situación de complicidad con un
sistema injusto): dispuestos a ofrendar su propia vida si ello resultare una
contingencia inevitable.
Estos proyectos revolucionarios de los años 60 y 70, no
siempre se expresaron mediante el ejercicio de la violencia, aunque todos por
igual sufrieron la violencia represiva del terrorismo de Estado. En la mayoría
de los casos, aquellos portadores de la ilusión se habían acercado a la
política huyendo de la inmovilidad del pensamiento, para pasar a la acción -en
todas sus variantes- abjurando tanto del revolucionarismo de café de una
izquierda tradicional con la que pretendían romper y superar, como del
burocratismo peronista entrampado en los pliegos del poder proscriptivo.
Esta instancia política, fuertemente vital, no fue una mera
contingencia de un deslizarse crispante del tiempo social en que estaba
inmersos sus actores sino el intento de una relectura de la historia argentina,
en acto de continuidad y cuestión al mismo tiempo, en una instancia fundante de
un devenir diferente. Al mismo tiempo, traducía en el campo nacional el peso de
las experiencias universales y contenía en su multiplicidad dicursiva el plexo
de aquella herencia inmediata y mediata. Tenía un claro sentido reparador y
regeneracionista.
Ningún sector social ni estamento profesional o laboral
quedó al margen de esta interpelación convocante de los años 60 y 70. Aquellas
generaciones existieron sobradamente y fueron muchísimo más que aisladas
ínsulas.
La opción revolucionaria recorrió medularmente la sociedad
hasta convencerse a sí misma de la factibilidad de la victoria. Más: estas
generaciones fracasaron en su intento, y la mayor parte de quienes encamaron
aquellos propósitos transformadores fueron aniquilados por el terrorismo de
Estado, en sus formas para estatales antes del 24 de marzo de 1976, y luego por
la acción directa de las Fuerzas Armadas.
La revolución quedó como una utopía incumplida, como un
sueño desvanecido, transformado en un estallido de dolor y sangre. Llegaron los
tiempos de derrota y muerte, que no sólo sesgaron la vida de aquellos que
estaban animados por el fuego sagrado de sus convicciones sino que hicieron
añicos esos proyectos concretos, personales y organizativos. Y aquellos
programas, con 'el tesoro' ideológico revoluciona - no y emocional que le dio
su encarnadura, quedaron allí perdidos, bajo un pesado manto de silencio,
carente de toda resonancia y haciendo incomprensible para las generaciones
futuras la densa textualidad de sus proyectos, la capacidad cuestionadora y
movilizadora de su palabra y el profundo sentido político de su accionar. Tan
incomprensible la acción como su respuesta represiva. Escamoteo interesado,
evitante de las preguntas: ¿Qué estaba en juego esos años? ¿Qué y por qué se
peleaba?
Es decir, cuál fue el entramado de sueños, ideas, análisis
teóricos, compromisos vitales y prácticas germinadoras de un hombre nuevo como
constructor de un mundo diferente que fue el signo distintivo de aquellos
'olvidados y proscriptos' desde el silencio y la descalificación.
Rodolfo Ortega Peña es una figura paradigmática de aquellos
jóvenes intelectuales de la generación del 60, que vivió el influjo sartreano
de la vida como compromiso existencial, desde sus primeros pasos como
estudiante hasta el cargo de diputado nacional que ejercía a la hora de su
muerte (con su unipersonal Bloque de Base, conformado tras separarse del frente
justicialista por el que había sido elegido). El 31 de julio de 1974, cuando
los sicarios de la Triple-A comenzaron su cadena de muertes quitándole la vida
a los 38 años de edad, sin duda, en su criminalidad, coincidían en el
reconocimiento del carácter paradigmático y la proyección de aquel que
comenzaba a trascender los propios planos de la militancia para adquirir una
dimensión nacional.
En distintas instancias de estos veinticuatro años
transcurridos desde aquel crimen he abordado el análisis de quien fue mi
hermano entrañable y compañero en la militancia y en la actividad cultural y
profesional. Lo hice en su accidentado entierro, en el homenaje a los diez años
del crimen a los veinte años, al inaugurarse la plazoleta que lleva su nombre,
y en otras oportunidades, de manera escrita, en algunas publicaciones.
Cada vez que debí evocar a Rodolfo públicamente, fui completando mi visión de
sus múltiples y riquísimos perfiles. De aquellos trabajos rescato especialmente
dos, que hoy reproduzco parcialmente.
En una extensa nota hace doce años, decía yo: '¿Desde dónde
aproximarnos al recuerdo de Rodolfo? Desde el rechazo de todo encasillamiento,
reconociendo que él, como todo ser humano, fue una presencia abierta en sus
significaciones, que su vida admite plurales lecturas y que no es posible
abarcarlo en su totalidad, ni aquella es reproducible sintéticamente con un
puñado de anécdotas o juicios de valor'.
Urgencia vital, preparación Intelectual
'En 1962, en la revista Ficción, que dirigía Juan Goyanarte,
Ortega Peña publicó un largo análisis de la novela Sobre héroes y tumbas. En
esa nota, escrita poco antes de que tomáramos la decisión política de elaborar
y firmar conjuntamente todos nuestros trabajos, analiza el tema de la muerte
(aun era tiempo de que nuestra generación la visualizara a través de las obras
literarias) y dice: Lavalle, Alejandra, Fernando, muertos. ¿Sus muertes tienen
algún sentido o carecen absolutamente de él? ¿Por qué ir a Jujuy? ¿ Por qué
morir en 'El Mirador'? ¿Azar de una partida que dispara? ¿Libre determinación
en incendiar la casa, su propia vida? La muerte, ¿tiene realmente un sentido
que no es posible delimitar en lo orgánico? Allí quedan los restos lacerados de
Lavalle. Malolientes. Ahí va su corazón con sus hombres. ¿Llevaba Lavalle
dentro, muy dentro, su muerte como Alejandra o Fernando? ¿Fue creciendo esta
muerte día a día con su vida, hasta surgir galopando desesperadamente? ¿ O, por
el contrario, la muerte se cruza en el camino inesperadamente? ¿Es realmente un
elemento irracional que no se puede reducir' Quizá no estamos preparados para
responder. Pero la existencia sigue su curso: y allí va Martín, como nosotros,
proyectando su vida, abierto a lo inesperado.
'Ortega a los 26 años reflexionaba antropológicamente sobre
el sentido de la muerte, que es lo mismo que decir que analizaba el sentido de
la vida. Y lo hacía desde su propia proyección vital totalmente comprometida,
que llevaría -doce años después de esas meditaciones- a que convergieran las
balas sobre su cabeza y a que hoy, transcurridos otros doce años, yo rescate
este texto y lo repiense no sobre Lavalle sino sobre Rodolfo mismo. Ya que,
quienes lo conocimos, sabemos bien con qué urgencia vivió, prodigando su
inteligencia tan fuera del nivel común y su cultura de límites incomprobables,
con tal vertiginosidad como si llevara 'dentro, muy dentro su muerte' y ésta
fuera 'creciendo día a día con su vida'.
'Pareciera -la historia está llena de ejemplos variados- que
hay seres que viven presentidamente su muerte joven y que para ellos, los
tiempos de ser y hacer, son como una carrera contra el reloj sin resuello ni
descanso. Y Ortega Peña no escapaba a esta característica.
'Recibido de abogado a los 20 años, haciendo al mismo tiempo
la carrera de Filosofía, estudiando luego Ciencias Económicas; polemizando con
Julián Marías sobre la ontología de Unamuno; con Carlos Cossío sobre la teoría
ontológica del derecho; con Tulio Halperín Donghi sobre la significación del
Facundo: con Marechal y Sabato sobre la estructura de la novela; con Córdova
Iturburu sobre las pinturas rupestres de Cerro Colorado; pocos casos debe haber
en nuestro país de un intelectual con tanta capacidad y actividad
interdisciplinaria. Al mismo tiempo, con tan poco interés en dedicar su vida
prioritaria-mente a cualquiera de esas disciplinas, pese a haber sido hasta el
fin, un ávido y obsesivo lector de todas ellas, en castellano, inglés, francés,
alemán, italiano, portugués, latín y griego.
'Urgencia por saber, para hacer: es decir el conocimiento
como arma transformadora. Es que para Rodolfo no había actividad científica
abstracta, había sólo una práctica teórica, absolutamente enraizada con las
tareas de la liberación nacional y social. De él sí que, siguiendo Gramsci,
puede decirse era un intelectual orgánico ligado al destino de la clase obrera
y del pueblo. Porque toda su actividad estaba puesta al servicio del desarrollo
político, del avance en la lucha de las clases postergadas: a las que se había
integrado por una firme convicción, saltando por encima de su origen social,
tratando de darles lo mejor de sí mismo.
'Pero esta urgencia vital no devenía en un sentimiento
trágico de la misma. Todo lo contrario, sólo desde el optimismo esperanzador se
puede actuar de ese modo. Por otra parte, Ortega Peña era la contraimagen de la
solemnidad, un chico grande con una calidez y una ternura que muchas veces con
infantil vergüenza por mostrarse desnudo en sus sentimientos, pretendía
sepultar con su aplastante racionalidad, esa que se convertía en un arma
implacable sólo con los enemigos de los intereses colectivos.
'De esta manera su vida cotidiana no aparecía escindida entre la alegría de los
hechos menores y una solemne y grave actitud ante las grandes perspectivas de
su existencia, las que integraba en un continuo sin contradictorias
percepciones'.
Su humanismo ético y revolucionario
Hace cuatro años, cuando se inauguró por disposición del
Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires la plazoleta Rodolfo Ortega
Peña en la Avda. 9 de Julio, allí donde le mataron, volví a precisar los rasgos
de Rodolfo. Decía entonces:
'¿Cuál es el legado de Ortega Peña, su valor paradigmático, lo históricamente
rescatable? Cuáles son los grandes trazos de su personalidad, aquellos que
aspiramos a que queden indelebles en el tiempo. Porque la historia con
sabiduría olvida la crónica política concreta para abstraer y esencializar los
valores ejemplarizantes, dejando aquella, para los estudiosos e investigadores.
'¿Es posible ya, señalar, los valores perdurables de una
figura como Rodolfo Ortega Peña que laboró con igual fervor, la política como
la historia, el periodismo como el ejercicio de la abogacía aplicada en función
social? ¿Es posible hacerlo pese a la complejidad de su postura
ideológico-política, de este hombre visceralmente peronista, pero
intelectualmente un obstinado gramsciano, que heredó la pasión argentina de su
abuelo David Peña y como aquél, tributario del sueño alberdiano de construir
una gran nación sobre bases jurídicas y económicas sólidas?
'Estoy convencido de que sí es posible. Sin ánimo de hablar
ex-cátedra, apunto aquí algunos rasgos a mi juicio definitorios: fue antes que
nada un humanista, en el más puro sentido ontológico del término. Sus estudios
de filosofía, su búsqueda del saber de los saberes, no era otra cosa que la
búsqueda del hombre, de todos los hombres. Su primer compromiso era entonces
con el destino del ser humano como tal.
'De este compromiso fundante, nacieron sus quehaceres: la política como
servicio a los demás, asumida con el rigor de quien para ejercerla, no
consideró suficiente su formación jurídica y filosófica, sino que estudió con
igual dedicación las ciencias económicas. Su casi infinita cultura, fue también
parte de su aprendizaje para la acción política. Porque sin estas herramientas
jamás Rodolfo se hubiera considerado en condiciones de acceder a algo que
consideraba absolutamente serio y responsable: la práctica política.
'De aquélla deriva también su irrenunciable compromiso con los derechos
humanos, que lo llevó desde el inicio de su profesión al ejercicio de la
defensa de los presos políticos, aun y en muchos casos, de quienes estaban en
su antípoda ideológica y política.
Un compromiso racionalmente asumido que le hizo transitar el camino de la
muerte, porque éste fue lo que más incomodó a quienes planearon el crimen.
'Necesariamente, también allí, radica su inclaudicable postura a favor de las
causas populares, saltando sobre el prefijado destino familiar que le hubiera
permitido fácilmente ser un brillante abogado de minorías privilegiadas.
'Otro rasgo esencial -y que en estas épocas aparece mucho más destacable - es
la honestidad de este hombre que murió pobre, sin más patrimonio que su
biblioteca, no por falta de oportunidad de quien asesoró a encumbrados
dirigentes sindicales y que pasó por el Congreso de la Nación, rechazando las
ofertas altamente beneficiosas en lo económico con que le tentaron para acallar
su voz disidente.
'Es que Rodolfo Ortega Peña fue esencialmente un hombre ético, de una profunda
eticidad, que lo llevó a soñar con un Hombre Nuevo capaz de construir
revolucionariamente un mundo mejor. Revolucionar, como enseña el Diccionario
del uso del español de María Moliner, es imprimir un giro diferente a un tiempo
determinado o preconizar un cambio radical de las cosas. Y Ortega Peña desde su
ética absoluta, jamás se resignó a aceptar el mundo en que le tocó vivir como
algo con lo que debía conformarse. Siempre creyó que la humanidad, y en el
caso, los argentinos, nos merecíamos un mundo mejor, mucho más justo e
igualitario y luchó apasionadamente para que despuntara el alba.
'Pero no nos confundamos, Ortega Peña, no se planteó para sí, tomar el cielo
por asalto, y por el contrario, fue un ferviente partidiario de la lucha de
posiciones, en el marco de las instituciones republicanas. Por ello este hombre
que no pertenecía a organización alguna, aceptó ser diputado de la Nación
conformando un bloque unipersonal, para luchar por una democracia auténtica,
fiel al mandato recibido. Y porque creía en los valores de la democracia
participativa no usó su banca para convertirla en tribuna del petardismo sino
que trabajó con ahínco en mejorar las leyes tanto en las comisiones como en el
recinto, dando memorables aportes a los debates y convirtiéndose en un fiscal
insobornable. Paralelamente llevó su banca a la calle y allí donde hubo una
necesidad o una injusticia, lo encontró presente'.
24 años después, hoy, al cumplirse un nuevo aniversario del crimen, quisiera
agregar, un hecho sustancial, implícito en todo lo antes dicho. Poco a poco, y
por la fuerza de los acontecimientos, el campo popular y revolucionario estaba
encontrando la figura capaz de unirlo y liderarlo, en aquel hombre que hizo del
antisectarismo y de la unidad, un estilo de vida. Junto a Agustín Tosco,
Rodolfo Ortega Peña, aparecía en el escenario político argentino con la
capacidad para convertirse en la amalgama que superara las dicotomías y las
obstinaciones, y de conducir en el campo de las instituciones republicanas, ese
gran movimiento transformador que agitaba la Argentina. No fue casual entonces
que su prematura muerte inaugurara la etapa sangrienta del último terrorismo de
Estado padecido en el país.
Fuente: Revista La Maga, 11/07/03. Nota escrita por Eduardo Luis Duhalde en
1998.