Del libro “En el cielo nos vemos. La historia de Jorge Julio López”.
La inspección ocular en la comisaría Quinta de La Plata fue el 14 de agosto de 2006, 35 días antes de su segunda desaparición forzada.
—Vaya con cuidado, López —le pidió alguien cuando el grupo que participaba del acto comenzó a subir una escalera.
—Es como mi casa —respondió él.
A las 12.30, el juez Rozanski pasó las audiencias de testigos a un cuarto intermedio hasta el miércoles 16 e informó a las partes que el reconocimiento iba a realizarse esa misma tarde. Jorge, Adriana y Nilda iban a estar presentes para hacer precisiones sobre sus testimonios, dijo el juez en la audiencia, e invitó a las partes a asistir al evento. Luego, llamó a un cuarto intermedio de 45 minutos. Antes de retirarse de la sala, el juez aclaró al público que, si bien el acto era público, iba a ser difícil que pudieran ingresar en la seccional. Se fue, con sus colegas, a comer un sándwich.
A la hora señalada, la gente comenzó a reunirse en la vereda de la comisaría de diagonal 74 y calle 22. Había viento, hacía frío. El edificio estaba recién pintado de blanco, con sus puertas y ventanas azules. Sobre una pared, al lado de la puerta de entrada, se podía leer una placa: “Aquí entre los años 1976 y 1979 durante la vigencia de la dictadura militar, funcionó el Centro Clandestino de Detención denominado Comisaría Quinta. Para conservar la memoria y para que nunca más se violen los Derechos Humanos, el pueblo de la ciudad de La Plata señala este sitio”.
López se encontró con sus compañeros. Nilda, Adriana, que se cerraba el saco con la mano, y Guadalupe llegaron juntas.
Luego de conversar con el oficial a cargo de la comisaría, Rozanski salió a la puerta a organizar la inspección. Después de un saludo en general, el juez vio a López:
—Cómo le va, señor López —lo distinguió. Y explicó que los calabozos estaban clausurados desde hacía seis años, por la muerte de cuatro detenidos en un incendio ocurrido en enero del año 2000. Aunque no había electricidad y al lugar apenas entraba luz, iban a poder recorrerlo tranquilos.
—La idea es que ustedes, particularmente Adriana, puedan ir orientándonos —dijo el juez.
Adriana Calvo había desarrollado para la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos una exhaustiva descripción de cómo había operado el Circuito Camps, cuáles fueron las dependencias militares que operaron en las zonas de cada uno de los centros clandestinos, y había llegado a identificar a una gran cantidad de víctimas. En el caso de la comisaría platense, realizó un plano con el que trataba de reconstruir su propio cautiverio.
—Y usted, señor López —pidió Rozanski—, en los momentos en los que haya algo que pueda resultar de algún aporte, no dude en decirnos.
Lo que a usted se le ocurra, me lo menciona.
De inmediato, aclaró que no se trataba de una declaración, sino simplemente de dar algunas precisiones.
López fue el primero en entrar a la comisaría, y encaraba para el patio, cuando le pidieron que esperara un poco por la llegada del secretario del Tribunal. Adriana estaba nerviosa por la presencia policial. “La gente que está ahora en la policía no tiene nada que ver con los hechos”, intentó tranquilizarla Norberto Lorenzo, uno de los jueces. Además, luego de disculparse con los fotógrafos, pidió que dejaran de tomar fotografías. Los flashes apabullaban.
López fue el primero en entrar y advertir las modificaciones:
—Este patio no estaba. ¿No hay otro patio por ahí? —preguntó.
No había caso, el testigo no se hallaba, aunque no tenía duda de un sitio en la planta alta, que señalaba cada vez que salía al patio:
—Ahí arriba es donde me torturaron a mí. A mí y a Cano, en la parte de arriba —señaló.
—Vaya recordando despacito —le pidió Rozanski— porque no…
—… porque no hay apuro —terminó él.
—Correcto, correcto —dijo el juez.
Del libro “En el cielo nos vemos. La historia de Jorge Julio López”.