MEMBRANA

 


MEMBRANA

Autor: Humberto Bas
I
La brisa convierte en organillo al tejado. Los olmos agitan sus crenchas y las hojas caen con fluidez.
Una hoja acierta el rectángulo y echa sombra en el fondo. La sombra bascula acompasando el vaivén de su progenitora. Pero a la hoja no le alcanza el peso; una arruga la mantiene a flote.
La Señora frunce el entrecejo.
Displicentes van cayendo las demás hojas. Algunas llegan al borde; otras sobre el trampolín y las demás diluyen su identidad en las parvas formadas.
Esporádicamente el viento remonta el paredón y contrabandea voces que silban al cruzar el umbral electrificado. Cuando arrecia, el viento, se produce un chiflido que hace doler los dientes…
Por los murmullos se supone el andar de los presos.
Nunca los vio en sus rutinas; sea caminando con las manos entrelazadas a la espalda, mirando al suelo con gestos huraños o dando giros interminables en ese pequeño recinto. Tampoco los conciliábulos de miradas torvas y susurros hediondos… Paradojas o no, esas imágenes las tiene de las películas. Quizá por eso piensa en la palabra recreo cuando siente esos murmullos. Están de recreo. Más que pensamiento, es un comentario mental, mientras su vista se posa en el color mohoso de las tejas y trata de oír las voces como simples ecos del patio.
***
No hace mucho, cuando el verano se pronunciaba intensamente a la Señora se le ocurrió ordenar el almuerzo bajo el toldo de paja junto la pileta. La Señora pasó la mañana abandonada en la colchoneta y desde ese lugar pudo observar las invertidas formas de las copas de los árboles. Una cámara oscura a pleno día. Pero de repente, entreverado entre el cielo, las nubes y las hojas, emergió en su campo visual el rostro invertido y descogotado de una mujer. Era tal vez el capricho de una nube cuajada pensó, hasta que discernió, en el vértigo, los ojos, la boca y las cejas de Mariana. Mariana la estaba observando desde el entrepiso. Vio su quijada filosa, sus ojos profundizados por la luz refractada y su palidez…
¿Seré igual?, se preguntó, inmersa en el torbellino.
¿Seré igual allí desde aquí?
Apenas se percató que era observada, Mariana se retiró. Nunca más la vio posando espectral en ese lugar.
***
La brisa cada vez más filosa. Las hojas siguen declinando. Más murmullos del otro lado.
¿Qué estarán cuchicheando?, piensa la Señora.
Una tercera hoja acierta el rectángulo. La Señora siente el apremio de la urgencia. Como si no hiciera algo y ya, el día, se astillará ante sus ojos. Al resquemor de las astillas, vidrio o imagen, más que en los ojos, lo siente en el pecho.
La tercera hoja yace estática; se han disipado las concéntricas ondas lanzadas hacia los bordes.
Caerán más hojas. Se llenará la pileta con millones de ellas. Le brotarán hojas, escamas de peces muertos por asfixia. Sanguijuelas en su propia cara. Ya no verá la escalera contorneándose hacia el fondo añil, ni la boya de luz sumergida, ni las rejillas del filtro y sobre todo, ya no sentirá ese magnetismo que aliviana la carga de una vida de estar y estar.
Entonces rompe su letargo.
– Mariana.
– ¿Señora?
– Póngale el cobertor a la pileta.
***
Mariana traspone el patio. Es otra perspectiva. Su cabeza y el resto del cuerpo sintetizado en una sola sombra. Un bulto con otro bulto, ella y la carpeta.
El cobertor: hule translúcido y resistente a prueba de piedras y vientos violentos.
Mariana engancha los cordeles y los ata a las argollas fijadas en los bordes.
– Fuerte, bien fuerte, Mariana.
La voz de la Señora suena amortiguado en el lavado. Mariana no la escucha. Tampoco hace falta. Fuertes nudos en cada esquina y en los cuatro laterales, haciendo visible el esfuerzo en su rostro.
La carpeta, tensa y al ras, forma figuras caprichosas con el agua.
Tres hojas abajo. Las demás caerán encima.
II
El otro patio. Sólo las hojas desatinadas caen en él. Nadie detiene su mirada en ellas, ni forman alfombra que amostazan el ambiente. Se desgranan perezosas y terminan confundiéndose bajo las pisadas.
En una esquina, Luján. Parado, solo, las manos atrás y la mirada diluida en objetivos imprecisos.
En diagonal, los demás forman un gran corrillo. Un mes tendrá esta nueva disposición. Se juntan, viene un guardia, los esparce, y se vuelven a arremolinar en otra esquina. Nunca alrededor de Luján.
Pronto llegará el momento de volver a sus celdas. Está a caer el ulular de la sirena.
Luján parece meditar o más bien direccional su atención hacia cualquier cosa que le impidiera mirar hacia el medio del patio. La tierra roja bordea la pista de básquet y suaviza el talud que alguna vez fue pronunciado.
Sos el más rellenito, le habían dicho al elegirlo. Lo apodaron Armadillo. Matemáticamente era el factor común en tamaño. Si él cabía…
Por eso puntea la excavación.
Hacía una semana sintió cruzar el umbral inferior de la muralla. La raspadura del cimiento en su espalda le consignó la información. La tierra fue volviéndose más blanda a partir de entonces.
– ¿Hasta dónde?-
Susurro comedido de sus compañeros.
Se quedaba callado y al otro día se paraba a cierta distancia de la muralla. Clavado como un jalón quedaba un momento bajo la excusa de atarse los cordones.
Pasaba otro día y lo mismo. Se volvía a parar a cierta distancia, cada día más cerca, con su sombra corriéndose hacia el muro.
La dirección del túnel es perpendicular a la muralla. Pero el día que sintió en su espalda el filo del cimiento, supo que le faltaba una semana de tierra para trasponer la casa del director.
Acaban de preguntarle.
– ¿Hasta dónde Luján?
Y él, agachado, anudándose la bota, en el borde mismo de lo permitido trasponer.
***
La sirena marca el fin del recreo. De un picotazo nuevamente a la fosa. Cuatro baldosas sueltas, bien simuladas. Las caras multiplicadas en el boquete.
Luján se zambulle.
Con el plato afilado escarba con angurría de parásito. El olor, el sabor mismo de la tierra hace que sienta más avidez.
De repente comprende que es el momento de hundirse al otro lado.
Ya no retorna con la carga de tierra hasta el boquete de entrada. La va apilando a su espalda, taponándose cualquier tentación o posibilidad de regreso.
El túnel cobra un brusco cambio; cuarenta y cinco grados hacia la superficie. Atrás tierra y más tierra.
Cava con excitación de topo hasta que la dureza de un bloque le corta el ritmo. Luján embiste. Desorientado y a ciegas, luego rítmica y de nuevo alocadamente. Se detiene al sentir que al plato no le queda filo para intentar nada.
Intenta serenarse y palpa el obstáculo. Comprende que debe cambiar de táctica. Empieza a dar golpes, a empujar, a ponerse de espaldas y presionar con sus pies. Por algún resquicio se oxigena su encierro.
Cambia de posición. Sigue dando golpes. Puñetazos y patadas. La espereza del bloque arranca tiras a su piel y la humedad de su sangre se confunde con la que empieza a drenar por la fisura conquistada.
Siente la fisura y golpean con más ganas, hasta que el bloque cede y una embestida le golpea la cara.
El agua le inunda la nariz y la boca.
Empieza a toser y a escupir el barro que logró retener en la boca antes de tragarlo.
Manotazos de desesperación. Puedo asirse agarrándose del lado externo de la grieta. A empellones y contra corriente introduce su cuerpo en el boquete.
III
La Señora mira el balanceo bajo la carpeta de plástico. Una larva negruzca la cabeza que emerge desde el fondo.
Tiene la mano extendida hacia el vidrio. Su boca abierta acumula saliva.
El hombre se esfuerza por extraer su cintura atrapada. Se propulsa en la pared y con un empujón logra escurrirse de la trampa.
El agua deforma su cuerpo. Ondula, se alarga y se contrae como una mancha de tinta esparciéndose bajo el agua.
El agua lo presiona. De algún lugar extrae un atisbo de claridad y tapona el boquete con el pedazo del bloque desprendido.
Enfila hacia la superficie.
La Señora siente que emergerá frente a su nariz, como la hoja que bailotea indefensa en la ventana. El hombre está subiendo, pero es como si cayera a su frente.
La señora grita. Habrá nombrado a Mariana o a su marido. Pero no tiene respuesta.
Vuelve a gritar.
No le sale más que mueca y su saliva empapa la ventana. Mira hacia atrás; Mariana, impasible, en puntas de pie junto al tendedero. Hace un ademán con sus manos. Tampoco.
Golpea el vidrio y le sale un gorgoteo como en sus sueños de grito paralizado.
Cuando Mariana por descuido o rutina mira, ve la desesperación en los gestos de la Señora y se acerca. Se pone a su lado. Caras pegadas. Sus alientos empañan el vidrio.
El hombre empuja con las manos y la cabeza. La carpeta lo rebota al fondo. Todo su cuerpo se vuelve difuso por los vapores que exhala.
El balanceo prosigue. En los instantes que ocupa el espacio entre la carpeta y el agua, abre los ojos, la boca, lanza un estertor y se sumerge buscando un asidero para sus pies.
El fondo está más allá de su estatura. Apenas lo toca, se agazapa enrollándose para impulsarse hacia la claridad. Pero rebota una y otra vez en la membrana que en vano sus uñas intentan desgarrar.
En uno de los intentos, como implorando recursos hacia las alturas, Luján mira hacia la casa y cree ver figuras. Mujeres. Mujeres o mujeres y hombres, que bajo un cono de luz agitan sus manos y gritan. No acierta a escuchar la palabra que le gritan.
Las mujeres también ven los agigantados globos oculares bailoteando alrededor de ellas como intentando ceñirlas en algo reconocible. Luján, confundido o atontado por los ruidos del agua arremolinándose en sus oídos, arrollándose nuevamente en el fondo, apunta la cabeza hacia ellas y se lanza… sus manos abren un surco sin estela… Detrás de él aparecen más cabezas; larvas que desova el fondo, que como Luján, apuntan hacia las alturas, suben, rebotan, bajan, suben, rebotan…, rebotan.
(12-91) 


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