Astor Piazzolla


 Miserere Canyengue

“Goteaban un absorto prestigio de glicinas las llagas de tu fuelle y el eco de un rosario tangueado eran tus pliegues cinchando en la barcina ternura de un milagro”
Horacio Ferrer escribe en María de Buenos Aires este verso para comenzar la contienda entre un Duende y un bandoneón, acusándolo del destino infausto de María. La música es de manos de Astor Piazzolla. Y el bandoneón también. Entonces uno se pregunta: ¿Qué culpa le cabe a esas negras alas que se abren revelando los pliegues rojos hechos mitad de sangre, mitad de aliento?
El bandoneón de Piazzolla tuvo culpas ancestrales. Y esas culpas se parecen a las culpas de los seres enormes que siempre engendran reparaciones descomunales, tan descomunales que exceden a la acusación mediocre que se les ha formulado. ¿Tuvo culpa de no ser tango? No: fue autor de una revolución musical de la que muy pocos pudieran jactarse. ¿Era engreído? No: era Piazzolla. Era en sí mismo una categoría, una escuela, una ética y una estética del ser. Si no me cree, escuche la Suite Troileana y después hablamos. No quiero decir nada más. Piazzolla no necesita ni apologistas ni detractores. No los necesita por la sencilla razón de ser Piazzolla.

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