hechizo

 


hechizo

Lo tiene inquieto, atónito, como con tan poco, entrar en el campo visual del otro y ser congelado por unos ojos (el único sonido posible que podría acompañar este satori prismático es el ruido de los dados al caer sobre la tierra), pueda eso bastar para aspirarlo del mundo, abducirlo del presente. Justo él, que venía a los tumbos, pisando mojones casuales, encuentros furtivos y efímeros, distraído pero seguro de estar haciendo pie en esa vidriera barnizada por la urgencia en la que a veces se convierten las redes sociales, tropieza con esa manera insólita, eficaz y arcaica que es ser hechizado por la mirada del otro. Más precisamente, esa manera de ser enfocado, ese primitivo y ancestral gesto, lo que le produce es un fuera de campo completamente inédito, así como un clima solapadamente enrarecido. De buenas a primeras, sospecha. Pone en marcha alguna de sus vacunas predilectas para lavar el efecto. Lee. Pero contra lo que esperaba, lee y piensa mejor. Incluso llega a sentir esa electricidad que hay entre las palabras. Más que aguar los efectos, la maniobra no hace sino subrayarlos, como esas dietas que lejos de producir adelgazamiento, por brutales, empeoran el cuadro. Prueba entonces con entrecomillarlos con toda una batería de descripciones que le den (a los ojos, desde luego, ¿a quién sino?) un aire más inofensivo; bajarles el precio, como se dice, colocándolos en esa zona fría que son siempre las comparaciones. Fracasa, por supuesto. No le queda más que escribirlos, como hace ahora, y así condenarlos a una existencia que, sin menospreciarlos, les otorgan una distancia, un refugio donde duermen las gemas que son los mundos posibles que portan los ojos de ciertos otros.


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