Quitaesmalte/Hernán Lasque

 



Un final demorado y pulido para el cuento patagónico       

Hace unos años convocamos a un grupo de narradores a la reflexión sobre la producción patagónica: pretendimos indagar qué era lo que valía la pena contar, qué nueva relación se tramaba con el anclaje territorial y qué cambios habían operado en la definición estética, formal, de la producción narrativa. También, unos días atrás, conversábamos con un novelista local a propósito de su última novela y de la próspera relación que la narrativa ha tenido en la región. En uno y otro evento, las respuestas fueron muchas y variadas. Hubo quien refirió al apartamiento de los temas regionales por la emergencia de nuevos; las preferencias de investigación personales movieron a la producción de tramas que se volcaron hacia lo histórico, el juego poético, la indagación formal y más. Sobresalió, en el debate, la dificultad que presenta la producción de la novela, de una colección de relatos: “la poesía viene o no, la novela exige trabajo”, en palabras de uno de los escritores. Otro refirió la importancia de la primera lectura que se da a hacer de los materiales, configuran un factor en el que a menudo no se impone la configuración de una edición.

En esta trama, el cuento, ese producto tardío para lo modernidad, constituye un problema postergado. Vuelve a identificarse con su extensión breve, admite la adecuación de lo poético apartado del ritmo del verso y de la rima. La inmediatez de temas y problemas nuevos impulsa, a menudo, un acercamiento a otras formas genéricas, como el ensayo o la ficción periodística, la exploración del fragmentarismo. Cierto es que parece apartarse, así, de los desafíos que lo distinguieron: la unidad de efecto y de impresión, su superioridad respecto del poema, la promoción del ritmo de la prosa, el “desarrollo de una personalidad”, la economía y la dirección, el compromiso con la creación de un universo para cada relato, conjuró al punto de vista, la simpleza y la definición de una estética, por reponer las reflexiones que los maestros de los siglos previos describieran (Poe, Kipling, Maupassant, Quiroga, Borges, por poner algunos).

¿Resta todavía algo que explorar para el futuro del cuento? ¿Le queda algo por contar? La pregunta asalta nuestro presente constantemente, los relatos abundan en exaltaciones de una realidad que parece necesitar más de noticias, de evidencias, que de verdaderas experiencias que nos recuerden nuestra humanidad. Incluso reconocemos que las lógicas de los nuevos medios de información y comunicación van invadiendo el universo narrativo. Tal vez lo que quede es recuperar esas otras lógicas, en el efecto único, el ritmo, la economía, para hallar ese otro mundo que logró hacernos conmover.

Algo así reconocemos en Quitaesmalte: un registro que nos devuelve a un mundo poblado por percepciones sensoriales, que emanan de los recuerdos de una adolescencia no invadida más que por los sentimientos, ignotos y prístinos. Ver, oír, sentir, oler, saborear son las vías para la construcción de ese archivo de la memoria. Se trata de un mundo regido por otra lógica, por otras reglas, las que vamos olvidando a medida que nos devoran las otras, las del mundo actual. En este universo de los relatos, la amistad, la autopercepción, el reconocimiento de les otres, son líneas rectoras para un yo que se pierde en la relación con su propio cuerpo, con otros cuerpos, semejantes y diferentes, y que se deja atrapar sorprendido por la novedad, Como si volviera a nacer ... calor, frío, humedad, suavidad, rudeza.

No aspira solamente a contar, no pretende actualizar un diálogo con un lector, una lectora, avides de la sorpresa, no pretende recuperar una anécdota. El cuento abre un vacío en el que debemos dejarnos sumergir para reconocer – o no – aquello que hemos olvidado, descuidado. El efecto, entonces, no es parte de la trama: es lo perseguido fuera del cuento, lo que evoca, lo que sugiere, lo que esconde.

El ritmo del relato conforma un pulso propio, un pulso, conocido, cercano, entrañable, delimitado por el juego delineado entre sensaciones, experiencias y, sobre todo, por las elipsis que como lectores somos llamados a reconstruir. A través de esas elecciones– cada relato anima una lectura propia: lejos de toda receta, anudada a la trama, a la voz que narra, a los personajes ... Profundiza el recurso hasta la sugerente nota final en que se revela la dimensión desnuda de lo humano: el dolor, el hambre, el silencio.

Andábamos flacos, faltos de puchero. Con la palabra pegada al silencio y economía de saliva. A pan de ayer y mandarinas. (Vagón)

El lenguaje reproduce el movimiento: desde su absoluta ajenidad, apartado de la perversidad adulta, constituye el cristal tras el que se esconde otro universo a descubrir, el de la falsedad, de la mentira, de la moral impuesta, “entre el reflejo y la intimidad de su pensamiento”. En el espejo de la peluquería, el personaje se enfrenta ante eso otro desconocido, un poco por la sorpresa que produce el registro, el tono; otro poco, por nuevas formas de intimidad que incomodan a la vez que seducen:

No dice pelo, dice cabello, piensa él, con la nariz a la altura del cinturón que sostiene el pantalón pinzado, color beige del peluquero, que ahora toma un cepillo blanco de blandas cerdas, le levanta con dos dedos el mentón y repasa, suave y gentil, el cuello, cuidando eliminar todos los adheridos a la piel. (Póster)

 

El ordenamiento elegido para los relatos muestra la intención de les editores. Despliega un creyendo que nos acerca a otra experiencia, para la que la muerte, el temor, el dolor, el sadismo crudo, son protagonistas no nombrados. Algunos relatos ya conocidos se integran aportando a la actual selección otro ritmo, otros personajes, otra sensibilidad: 

 

            Yo dejé de sentir lo que hasta ese momento había sentido. (Ratón blanco)

          Era como si lo vulnerable recayera, de manera trágica, solo en mí (Curabichera)

El escenario para Quitaesmalte es también diverso: un viaje desde la memoria litoraleña hasta un espacio que se corre para dejar expuestos a los personajes, que ya no se funden con él. En los primeros, se describe un lazo inescindible entre el cuerpo y la tierra. Sus ciclos se enlazan con los de la vida humana para revelar su origen, lo que se ha de olvidar. A medida que esa lógica, ese universo, esas sensaciones y sentimientos se distancian, el movimiento arranca los cuerpos para el olvido de ese vínculo original. Y así nos deja: despojados de todo lo que nos volvía inocentes, para confrontar nuestro dramático presente.

                                                                             Por Alicia Frischknecht


Vagón

Andábamos flacos, faltos de puchero. Con la palabra pegada al silencio y economía de saliva. A pan de ayer y mandarinas.

Nuestra casa tenía una pared de papel y una de ladrillo, otra de chapa y otra era la curva de un tanque de hierro que en algún tiempo debió transportar algo por las vías. Mamá venía preparando el alrededor del vagón amarillo, tantas ganas le teníamos.

Una mañana, la esperamos todo el día.

La encontraron cerca, al costado de las vías. Ahí nomás.

     

            Curabichera

Cuando ponía el auto sobre el asfalto y lo aceleraba con violencia, yo pensaba que me iba a morir ahí. Escuchaba la suela de los zapatos en los pedales, el peso de la mano en la palanca de cambios, la fricción de los rebajes; apretar el acelerador y hacer bramar el motor hasta aturdir. Me agarraba con la espalda al asiento trasero, los pies contra el piso y mi mano y muñeca enlazados al apoyabrazos de la puerta. No usábamos cinturones (ni sé si los tenía en el asiento de atrás aquel auto). Estaba seguro de que era yo el que iba a morir si de pronto nos fuéramos del camino, volcáramos o chocáramos con otro vehículo de frente. Era como si lo vulnerable recayera, de manera trágica, solo en mí. Como si él, por el solo hecho de conducir el vehículo y la situación, estuviera a salvo de todo lo posible, todo lo por venir. Como si ser padre fuera un ejercicio violento. 

No hizo falta un choque frontal. Entendí que no había remedio para él, el día que se llevó a la Pancha, mientras escuchaba el auto acelerar y alejarse hasta que pasó del otro lado de la ruta. Fue como verlo desde arriba avanzar en cada cuadra y ver también a la perra adentro, asustada, en el asiento de atrás. Una vez al otro lado de la ruta, perdí el rastro del auto. Al volver, dijo que la llevó a la casa del balneario, la casa del almacén. Que no la dejó sola, que habló con el hombre que salió cuando él bajó primero del auto y golpeó las manos.

-Buenas tardes, ¿cómo le va? Usted sabe que tengo una perra hermosa para regalar, porque debo mudarme y no puedo llevármela. Es una linda perra, guardiana, y está operada, no puede quedar preñada. Tengo una bolsa de huesos en el baúl para dejarle, pa’l puchero, ¿no la quiere? Se hace amiga enseguida.

Todo eso dice que habló. Dice que el hombre del almacén accedió y la perra, luego de un poco de resistencia, bajó y se entreveró con los otros perros del lugar. No le creo una mierda. Por supuesto que no. La abandonó quién sabe dónde; le abrió la puerta, la empujó y la Pancha salió y se quedó ahí, mirando todo. Cerró y se fue; salió primero sin hacer mucho ruido y a los cien metros (viendo a la perra por el espejo correr tras el auto, estoy tan seguro que así fue) pisó con rabia el pedal del acelerador.

Habíamos llegado de unos días de vacaciones y nos encontramos con la

perra, que había quedado en casa, herida en el lomo, como si le hubieran pegado y la herida se había puesto fea. El puntazo de una pala, parecía, o algo así.

-Se le abichó –dijo.

Un mes entero la estuvo curando. La carne tenía una mueca profunda y oscura y anidaba allí un puñado blancuzco de gusanos que se movía como una sola masa glutinosa. Todos los días se la limpiaba, con una cuchara quitaba los gusanos que después prendía fuego en un bollo de papel. Le ponía azúcar, le completaba la herida  para frenar la infección, ayudar a cicatrizar; pero nada tenía buen buen resultado, los bichos volvían. Al fin se decidió por ir a una veterinaria, aunque no para hacerla atender sino para comprar un aerosol plateado con el que roció el tajo. Luego de dos días le volvió a poner y después otra vez y quizás una o dos más y la perra se curó. Curabichera, sulfadiazina de plata, lo leí en el envase. Tanto curarla para abandonarla dos meses después.

Esa noche hubo mucho viento. Ningún aullido en la cuadra ni en todo el barrio, ni más allá de la ruta.

                                                         

                                                                                    Hernan Lasque

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